La memoria bordada con hilo y aguja
Durante la dictadura, las chilenas plasmaron la violencia política en arpilleras, pequeños cuadros hechos con trozos de tela que se han convertido en un testimonio esencial de la memoria histórica y democrática del país
En muchas culturas, el concepto de tejer o hilar se confunde con el de narrar, con la memoria colectiva que se mantiene viva gracias a los relatos que pasan de generación en generación. En el ejercicio de tejer la memoria, las mujeres han tenido un papel fundamental, no sólo escribiendo con tinta, como los hombres, sino también con sus hilos y sus agujas. La historia de las arpilleras chilenas va sobre mujeres que casi no sabían escribir pero que fueron capaces de bordar y coser la memoria democrática del país. Lo hicieron con retazos de tela vieja que convirtieron en tapices que representaban escenas de la vida en dictadura, aquellas que no salían en los medios de comunicación ni tampoco se podían contar en voz alta.
Las arpilleras comenzaron a fabricarse poco después del golpe militar en los círculos de mujeres familiares de presos políticos y personas detenidas desaparecidas que pasaban largas horas esperando noticias en las dependencias de la Iglesia Católica. Alguien se acordó de las arpilleras de Violeta Parra y pensó que era una buena idea poner a estas mujeres a coser y bordar para aliviar sus esperas. Rápidamente las manos comenzaron a narrar la violencia que se vivía. Las detenciones, los centros de tortura y la búsqueda incesante de detenidos desaparecidos. Los grupos de arpilleristas se fueron multiplicando y los tapices comenzaron a hablar también de otras caras de la dictadura como el hambre, el desempleo o la falta de acceso a la salud y a la vivienda.
A diferencia de Violeta Parra que solo bordaba sobre telas rústicas, las arpilleristas de la dictadura sumaron nuevos materiales. Géneros, plásticos, lana, cuero y cartón se utilizaron para crear paisajes y relatos sobre un soporte de tela basta o arpillera- de ahí su nombre. A muchas escenas se les añadía un pequeño texto o una frase explicativa bordada. “¿Dónde están?”, “No más muertes”, “Tenemos hambre de justicia”. A través del uso de texturas y colores, creaban efectos de espacio, de lejanía o de volumen, representaban figuras humanas pero también elementos del paisaje que las rodeaba, como el mar o la cordillera. Sus creaciones transmitían angustia pero también esperanza y se convirtieron en un acto de denuncia y de desobediencia que salía clandestinamente del país para explicar en el extranjero lo que estaba sucediendo en Chile.
La escritora Marjorie Agosín ha comparado el proceso de creación de las arpilleras al de componer un poema o plantar un árbol que conmemora una muerte. Un proceso que nace de un lugar profundo, de una zona de intimidad que acaba encarnando la voz pública que permite que las mismas manos que servían para acariciar, cuenten luego la historia trágica de sus seres queridos. Las arpilleras de la dictadura muestran personas inmolándose, que vagan sosteniendo las fotos de sus familiares o se encadenan frente a los juzgados. Pero también retratan los sueños y los deseos de las mujeres que les dieron vida y que transformaron su sufrimiento en pequeñas piezas de arte, cada una única y diferente como la chilena que la hizo.
A pesar de su gran valor artístico, histórico y testimonial, no sabemos quienes fueron sus autoras. Tal y como ha sucedido a lo largo de la historia con los tejidos y manualidades hechas por mujeres en comunidad, las arpilleras permanecieron como una obra anónima que se atribuyó al grupo que las hizo. En algunos casos, se incluyó un bolsillo cosido en el reverso con un breve mensaje escrito en papel para orientar al destinatario. “Este tapiz representa a un cantante chileno que fue detenido, torturado y asesinado en un campo de prisioneros políticos”, dice el mensaje escondido en una arpillera de 1978 con dos episodios. En uno se representa a Víctor Jara cantando y en el otro, el cuerpo y la guitarra rota. La arpillerista incluyó también una frase bordada de la canción La plegaria a un labrador: “Levántate y mira la montaña de donde viene el viento, el sol y el agua”. Y coronó la escena con estos mismos elementos representados con telas de colores.
Una muestra importante de arpilleras se conserva en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile pero muchas siguen en manos de las personas que las compraron en el país o en el extranjero. Porque además de ser una herramienta de denuncia, fueron una actividad económica que permitió a las mujeres que las fabricaban acceder a recursos en un entorno de grave crisis económica y cesantía. No es casualidad que uno de los episodios más representados en las arpilleras sean las ollas comunes que organizaban para hacer frente al hambre.
Las arpilleras son un testimonio esencial de la memoria histórica y democrática de Chile en el que las mujeres han tenido un papel protagónico, uno que no ha tenido aún el debido reconocimiento. El hecho que no se firmaran, revela hasta qué punto sus propias autoras no creían que pudieran formar parte algún día del Arte en mayúsculas, el que hacen los hombres y se exhibe en los grandes museos. Un arte que ha excluido históricamente las obras hechas por mujeres en otros formatos y en el que el valor de una pieza está indisolublemente ligado al nombre de su creador. Esta perspectiva androcéntrica y de clase ha excluido de los circuitos artísticos las arpilleras, pero también los quilts con los que las afroamericanas relataban sus leyendas y su historia de esclavitud o las mantas tejidas de las indias navajo precursoras del arte abstracto. Creaciones que han salido del trabajo hecho por mujeres con hilo y aguja y que han servido también para coser y bordar la memoria democrática de sus pueblos.
La memoria no es una cuestión aislada, forma parte de los recuerdos individuales a través de los cuales se teje ese gran manto que es la memoria histórica que sigue siendo inseparable de la individual. Mi memoria como chilena es parte de la desmemoria colectiva de mi país. De los silencios que se crearon respecto a la violencia que generó la dictadura y sobre lo que se prefirió pasar por alto para no molestar a los vencedores que impusieron su relato y su historia oficial.
Las arpilleras nos enseñan la dificultad de convivir con la memoria y con el trauma individual y colectivo explicando historias que son al mismo tiempo una escena particular, que representa un momento histórico de Chile, y una universal, que nos interpela como humanidad. Recuperarlas para el arte y la memoria es un modo de rescatar la historia escrita bajo un código distinto al de la palabra. Uno que nos permite conocer medio siglo más tarde lo que significó la dictadura chilena y la violación de los derechos humanos, pero también cómo se organizó la resistencia femenina al régimen a través de una actividad tradicionalmente reservada a las mujeres que tuvo como única arma de lucha el hilo y la aguja.
Beatriz Silva es periodista chilena, diputada independiente por el PSC y editora y autora del libro Chile, 50 años después (Catarata)