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Al rescate de la memoria de las salinas del fin del mundo

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A pocos kilómetros de Las Canteras, una de las playas urbanas más preciadas del mundo, según rankings internacionales, se esconden los restos de lo que fue una de las industrias artesanales más importantes de Las Palmas de Gran Canaria: las salinas de El Confital

Se encuentra a solo unos kilómetros de la playa de Las Canteras, pero alberga los misterios del fin del mundo. El paisaje que la lava volcánica, y el sol según la hora, ha dejado en lo que un día fueron Las Salinas de El Confital, las más grandes de Gran Canaria, con sus piedras coloradas, parece sacado de Marte y es un trocito de memoria de la historia de Canarias que quiere ser escuchada antes de cubrirse de arena justo donde el viento da la vuelta a la Isla.

Las Salinas de El Confital se construyeron en 1867 y estuvieron produciendo hasta 1956, llegando a generar 120 toneladas de sal al año para el consumo de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. La sal, tan estrechamente ligado al avance de los pueblos, era un elemento preciado en las sociedades de finales del siglo XIX y principios del XX por sus propiedades para la conservación de alimentos. Actualmente, el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria tiene previsto reacondicionar, no solo el espacio donde las salinas transformaron otrora el paisaje, sino también reconocer todo el espacio por su valor paisajístico, por su riqueza en biodiversidad y por su valor histórico y cultural.

Su funcionamiento; el agua del mar era recogida de un pozo, y enviada a través de un acueducto, cuyo esqueleto aún se puede adivinar paseando por la zona, a un primer almacenamiento, el cocedero. El impulso de este trasvase era posible gracias a la fuerza de un molino de viento en su día situado sobre un murete de mampostería. Desde allí y transcurridos unos días, el agua era conducida a los tajos por medio de canales.

En esos tajos, el agua se iba evaporando expuesta al sol donde iba quedando solo la sal que, posteriormente, recogía el salinero. La impermeabilización del suelo se lograba por medio de la técnica del barro seco, que evitaba que el agua se filtrara a la tierra.

El último de una estirpe

El último salinero de la ciudad fue Celestino Ramírez que se vio obligado a abandonar las salinas por una estratagema jurídica promovida como recuerdan sus nietos, por los propietarios del suelo hasta 1998, la familia Bravo de Laguna.

Ramírez, natural de Carrizal, de familia de agricultores, comenzó a trabajar en las salinas con tan solo 16 años y desde esa edad aprendió del antiguo explotador de las salinas todos los conocimientos y técnicas que debía saber para la correcta producción de la sal. Cinco años después, en 1905, tras llegar a un acuerdo con los militares, gestores del territorio entonces, Celestino queda como explotador único de las salinas a cambio de un canon, sin saber que sería el último en su trabajo, como tantos canarios, últimos de algún oficio tradicional que compite con el olvido, en esa inmensa soledad que debe habitar en ser el último de algo, como si quien hubiera dibujado al personaje muriera súbitamente.

Por fortuna quedan restos arquitectónicos y testigos presenciales de lo que un día fue el imperio de la sal, el negocio artesanal más importante de la época para la ciudad. Si se camina sorteando las piedras rojas de El Confital se puede ver por allí paseando sus 80 años al nieto del último salinero, Juan Hernández Ramírez. Cuando es preguntado sobre por qué sigue haciendo ese paseo a pesar de lo accidentado del terreno responde que “sus piernas le llevan hacia allí” aunque él quiera ir hacia el lado contrario y pasear, por ejemplo, por Las Canteras. Hernández trabajó en Las Salinas siendo niño y guarda recuerdos luminosos de aquella época “sana” en la que se echaron muchas horas de trabajo. “Sobre todo, agarrar agua a los tajos de la salina y la recogida de la sal por la tarde”, cuenta a esta redacción.

“La sal se vendía en las tiendas de ultramarinos, en las tiendas de Aceite y vinagre, la sal se ensacaba en sacos de 50 kilos y de cinco kilos y, según el cliente, se distribuía por todas las tiendas de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria”.

La admiración de Juan Hernández por su abuelo vuelve a sus ojos niños cuando habla de él, le admira por todo lo que trabajó, sacando adelante la explotación de la salina más grande de la Isla hasta que sus hijos fueron mayores y pudieron ponerse a trabajar. “Gracias a Dios o al sacrificio de mi abuelo, en la posguerra, que fuera una desgracia para tanta gente, no se pasó hambre”.

Le admira por su hambre de vida, que aprendió a leer y escribir solo. “Sobre todo de noche, recuerdo, solamente para nosotros, los niños, ver el faro, como cuando se encendía por la noche, sobre todo en las noches oscuras, ese estallido de la luz, que era una, dos, tres pasadas. Hacía una pausa, volvía una, otra pausa, después, una, dos y tres, como si lo estuviera viendo ahora”.

El litigio con “los Bravo”

Los militares y la familia Bravo de Laguna tenían un litigio a cuenta de la propiedad y gestión del terreno donde se encontraban las salinas: “los Bravo”, como eran conocidos por los habitantes y trabajadores de La Isleta, eran los propietarios naturales mientras que los militares fueron gestores durante décadas de la parte alta de La Isleta, incluyendo Las Coloradas y Las Salinas por significar un punto estratégico en una Europa en guerras. Cuando la familia Bravo de Laguna recupera el territorio, es con ella con la que Celestino Ramírez tiene que tratar directamente. Su nieto José Ramírez aseguraba en un documental dirigido por Verónica García Melgar y publicado en 2022 por Bilenio Cultura, que lo primero que hizo la familia fue imponer al salinero un canon “abusivo e inasumible”. Celestino se negó y decidió contratar los servicios de un abogado que le asesorara. “El abogado le decía que no se preocupara, que el pleito se ganaba con facilidad”, cuenta su nieto. El final de esta historia es una traición del letrado, que hizo a Celestino firmar un documento “engorroso” por el que el salinero abandonaba la concesión de las salinas y la cedía a los Bravo. “Durante el tiempo que duró el litigio, los Bravo se dedicaron a amedrentar, a amenazar e incordiar a mi abuelo y a nuestra familia, llegando a contratar los servicios de un personaje llamado Antonio el bandido, creemos que un falangista de aquella época, que entraba todos los días a caballo a las salinas con una escopeta”.

Y como ni los abusos de poder ni las desgracias vienen solas, en medio de este pleito, fallece la mujer de Don Celestino y todo esto mina el ánimo del último salinero al que “aburrieron” y en diciembre de 1956 decide abandonar las salinas, dejando aquella frase que recordarían sus nietos toda la vida: “A mí lo que me hicieron fue un mal pago”. Si el caminante pasa por allí, puede ahora imaginar y recordar una ciudad totalmente distinta, blanca y rojo brillante, y lo bueno de la memoria, es que siempre llega a tiempo.




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