Susurrar a un azulejo
Todos somos y hemos sido alguien manteniendo el equilibrio en un baño público alguna vez. Estos sitios tienen su halo de frontera olvidada; las baldosas de este lavabo están manchadas de tiempo y otras movidas; el espejo apenas devuelve un reflejo; es como intentar encubrir un crimen sin éxito
No sé si el Bebe Pessoa habría dado ya esas tres fijas para San Isidro, pero todo estaba como quieto, adjunto a la nada, reposado y remesado en sí mismo, simétrico (aunque no tan simétrico), espesado por la nada urgente que allí ocurre; por el ir y venir de gente que en cuestión de segundos da lo peor de sí y sale con las mismas; caminando impunes, orgullosos a veces, satisfechos casi siempre, cretinos todos; yo incluido. Todos somos y hemos sido alguien manteniendo el equilibrio en un baño público alguna vez. Estos sitios tienen su halo de frontera olvidada; las baldosas de este lavabo están manchadas de tiempo y otras movidas; el espejo apenas devuelve un reflejo; es como intentar encubrir un crimen sin éxito, como tapar a un muerto con una alfombra y dejarle los pies por fuera; todo aquí dentro parece sostenerse por la pura voluntad de los que entran y salen.
Este lugar es un poema sucio; una cosa guarra de Raymond Carver o Richard Ford, la mentira de un orden inexistente, una mezcla de cloro y carne viva que solo existe en sitios como este, la puerta es un testigo mudo de pequeñas tragedias y alegrías comedidas y las paredes, ¡uf!, un clamor desordenado, desesperado y ausente, que tienen su pordecir de mensaje, su aquel de contenido y su gracia, cuando eso, aunque no siempre. Depende del día son un cuadro de Jackson Pollock, los laterales metálicos de un suburbano del Bronx, un tablón de anuncios –y denuncias–, un vómito de absenta y stroh, líneas violáceas y negras grabadas con posca, un ictus colorido y salvaje o la prueba sumarísima de que la cerveza es barata. Es la confesión pública de quien no quiere ser descubierto. Qué sabré yo, si solo es un baño, si solo es un bar.
Al mirar a la izquierda leo unas letras corroídas por los años que dicen “¿Te sientes capaz o incapaz?” y más abajo, con tinta nueva y claramente respondiendo a la línea superior un simple, llano y genial “Discapacitado”. Hablemos de las pintadas en los lavabos públicos. Es necesario, creedme, porque he descubierto hace poco que son la forma más excelsa y perfecta de la comunicación humana. La urgencia por hacer un pis nos iguala a todos, por lo que el ecosistema en el que se emiten los mensajes es, a priori, mucho más democrático que decir las cosas cara a cara con lo que eso supone jerárquicamente; rotular un azulejo es gritar al viento y embotellar ese aire tras un cristal que dice “rómpase en caso de respuesta”, porque son muchas y muy variadas las razones por las que uno no puede responder: no se te ocurre nada, no tienes un posca o un rotulador a mano o no estás tan bebido como para entrar al trapo. En cualquier caso, ahí está la magia: tienen que darse muchas variables al mismo tiempo para que un mensaje reciba respuesta, para que un desvarío inscrito en una pared encuentre a su alma gemela.
Más abajo lees que no sé quién es una guarra y justo al lado otro mensaje que dice que, para guarro, su padre, porque estos sitios también son trincheras. Aquí nadie finge, ni disfraza su mierda de buenas maneras; es, en un sentido literal, un lugar en el que las cosas se dicen medio desnudo, con todo lo que ello implica. Otro rincón en el que los garabatos se amontonan como capas de pintura, formando una cronología superpuesta del desahogo colectivo. Si rascas con las uñas, seguro que podrías encontrar algo del 97 o por ahí, un corazón de tinta verde que dice J y L 4ever, y quién sabe dónde estarán J y L ahora, si siguen juntos o vivos, o simplemente tuvieron piedad el uno con el otro y decidieron no quererse más de lo necesario. Pero aquí su promesa es impertérrita, al menos hasta que alguien pase con lejía.
Te miras en el espejo roto, con esa luz de tubo que convierte tu cara en un mal recuerdo, y piensas en escribir algo tú también. Pero qué dices, qué dejas. ¿Cómo compites con todo esto? Te arrebotonas el pantalón y no escribes nada. O sí. La elección queda en cada uno; lo único seguro de verdad es que no importa lo que digas: alguien lo tachará, lo mejorará o lo hará pedazos. Aquí dentro, lo único que importa es el eco, la certeza de que, al menos por un instante, te escuchó alguien.