El crimen de la calle Fuencarral y la anomalía de la acusación popular
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La Justicia española es extraña. Distinta a la de Europa. Tiene varias cosas que la diferencian de todas las demás. Y entre ellas destaca una muy básica: quién puede acusar de un delito en un proceso penal. En casi todo el mundo democrático, con algunos matices, la acusación penal es un monopolio del Estado. La voz cantante a la hora de pedir cárcel a la gente –casi siempre como solista– la lleva la Fiscalía: una institución pública y profesionalizada que se encarga de perseguir los delitos ante los tribunales. En España no. Aquí hemos innovado. Tenemos no solo a la Fiscalía sino a dos tipos de acusaciones más: la acusación particular –es decir, la presunta víctima– y la acusación popular –es decir, cualquiera que pase por allí–. Es raro. Es complejo. Pero conviene entender bien el tema antes de opinar.
En toda Europa, solo en España y en Andorra (que nos copió la idea) existe la acusación popular. Cualquier ciudadano u organización sin relación alguna con el delito puede presentarse ante un juzgado como una acusación más para pedir la cárcel contra un tercero, solicitar pruebas, personarse en el juicio, interrogar a los acusados o incluso recurrir la sentencia. Esto solo ocurre aquí. Y el origen de esta acusación popular es tan anómala como la propia figura en sí. Nació con un crimen, de la mano de la prensa sensacionalista y con la ayuda de un político sin escrúpulos. Fue a finales del siglo XIX, aunque la historia sigue de plena actualidad.
Aquel caso lo tenía todo. Hoy habría llenado meses enteros de televisión. El 2 de julio de 1888, a las dos y media de la madrugada, una humareda con olor a carne quemada empezó a salir del cuarto izquierda del número 109 (hoy 95) de la calle Fuencarral de Madrid. El portero alertó a las autoridades, que tiraron la puerta abajo. Allí encontraron un cadáver acuchillado y medio chamuscado, el de una viuda rica: Luciana Borcino. Alguien había intentado deshacerse del cuerpo prendiéndole fuego con paños impregnados en petróleo. Y en la cocina de la casa, desfallecida, estaba la criada, que había perdido el conocimiento. Lo mismo que el perro de la viuda, un bulldog.
La investigación pronto apuntó a dos sospechosos: a la propia criada, Higinia Balaguer, y al hijo de la viuda, José Vázquez Varela, conocido en el mundo del hampa como “Pollo Varela”. En esas fechas, se suponía que el Pollo estaba en prisión, encarcelado en la Modelo de Madrid por el robo de una capa. Era su tercera condena: antes ya había sido sentenciado por atacar con una navaja a su novia y por herir a su madre con ese mismo método. En el vecindario, eran notorias las peleas entre ambos: él pidiendo dinero, ella negándose. Que estuviera entre rejas lo descartó en un primer momento del asesinato, pero pronto se descubrió que no era así. En aquellos años la Justicia aún era menos igual para todos y los ricos solían salir de la cárcel por medio de sobornos. Era el caso del Pollo Varela, que contaba con la ayuda del director de aquella cárcel, José Millán Astray, padre del infame general golpista que posteriormente fundó la Legión.
Con todo este escándalo, la prensa de Madrid encontró un filón. Era un gran debate popular y toda la ciudad se partió en dos, entre quienes culpaban a Higinia, la criada, y quienes creían que el asesino era el Pollo Varela, el hijo descarriado. Y así nació en España la acusación popular, como explicó hace unos meses el catedrático Jordi Nieva en este artículo en elDiario.es –y también, más recientemente, en otra tribuna en El País–.
Francisco Silvela, un importante político y abogado de la época que en el pasado se había mostrado contrario a la acusación popular, se convirtió de un día para otro en su principal impulsor. La idea de la acusación popular era previa: aparece en la Constitución de 1812, pero solo para delitos cometidos por jueces y fiscales; para evitar un corporativismo que ya entonces existía. Después se recogió de forma imprecisa en una ley de 1872. Y aprovechando esa indefinición, y su influencia política, Francisco Silvela la puso en marcha por primera vez en España con el crimen de la calle Fuencarral.
Silvela contó con la colaboración de seis directores de periódicos de la época que organizaron una colecta entre sus lectores para pagar sus minutas –hoy lo llamaríamos crowdfunding–. El negocio era redondo para todos. Silvela encontró un buen sueldo, que entonces no tenía, y un gran trampolín político; en esos años estaba en la oposición. Frente a él, como abogado defensor, estaba nada menos que el expresidente de la Primera República Nicolás Salmerón. Y los periódicos destaparon un filón informativo: estar en el juicio como acusación les permitía acceder a todos los detalles suculentos antes que nadie, a dirigir hacia un lado o el otro la instrucción y, en resumen, a vender más periódicos. Que es de lo que se trataba, por mucho que se revistiera el asunto de lucha por la Justicia. Hasta el perro de la viuda dio para más de un titular.
La trama, además, se prestaba a muchas teorías de la conspiración. Resulta que Higinia, la criada, había servido en casa de los Millán Astray: el director de la prisión cuya puerta no estaba todos los días cerrada para el Pollo Varela. Resulta que además José Millán Astray tenía cierta relación con Eugenio Montero Ríos, entonces presidente del Tribunal Supremo. La historia lo tenía todo y lo que faltaba se lo acabaron de inventar unos periódicos que, con este escándalo, dispararon sus ventas. El juicio acabó con una condena a muerte para Higinia, que fue también la última ejecutada en España en un acto público, que fue multitudinario. El Pollo Varela fue absuelto, pero acabó condenado después por otro crimen terrible: el asesinato de una prostituta a la que lanzó desde lo alto de un piso en la calle Montera de Madrid.
En cuanto al abogado, Francisco Silvela, fue al que mejor le fue. Unos años después de aquel juicio se convirtió en el presidente del Consejo de Ministros, en uno de los gobiernos del Partido Conservador.
Benito Pérez Galdós también cubrió ese juicio, en unas crónicas que publicó en un periódico argentino, La Prensa, donde escribía como corresponsal –esos artículos fueron recientemente recopilados en un libro editado por Siruela–. En una de esas crónicas, este gran novelista explicó el papel de la prensa en esa función en la que España estrenó la acusación popular.
- “Los periódicos prestaron ayuda eficaz en la indagatoria referente al quebrantamiento de condena [del Pollo Varela], pero las versiones fantásticas que del sumario publicaban, las reseñas de casos y declaraciones puramente novelescas, lejos de aclarar el sumario judicial, lo han oscurecido y prolongado más de lo necesario. El descubrimiento de la verdad es asunto que afecta al honor y a la vida de las personas y aun siendo estos presuntos criminales, no es cosa que se pueda conducir con la impaciencia y el ardor insano que la prensa pone comúnmente en los asuntos que excitan a la opinión. (...) La prensa, obligada cada día a sostener y apacentar la curiosidad del público, no puede ejercer de fiscal ni menos de juez en asuntos criminales sin exponerse a cometer grandes e irreparables injusticias. Bueno que trabajen en aquilatar los hechos, en depurarlos y en la investigación de pormenores que arrojen luz sobre ellos; pero reservando la facultad de sentenciar a quien tiene de la sociedad el encargo de hacerlo”.
Galdós también llamaba a esos periódicos que financiaron esa acusación popular la “prensa criminalista”. Hoy la calificaríamos de un modo aún más duro. Ese 1888, con el crimen de Fuencarral, supuso el nacimiento no solo de la acusación popular sino también de la prensa sensacionalista en España, como documentó hace unos años el profesor de Periodismo de la Universitat de València Adolfo Carratalá en este interesante artículo académico. No pasó solo aquí. 1888 es también el año en el que empiezan en Londres los asesinatos de Jack el Destripador, un apodo creado por la prensa inglesa, que también encontró en esos crímenes, y en todas las teorías sobre su autoría, una fórmula muy eficaz para vender más periódicos.
Así nació en España esta anomalía: la acusación popular. Después llegó el franquismo y la figura siguió en vigor, pero prácticamente desapareció. A nadie se le ocurría personarse como acusación en ningún juicio en contra del criterio de la Fiscalía durante la dictadura. Y en 1978, con el regreso de la democracia, los partidos pactaron consolidar el anómalo modelo en el artículo 125 de la Constitución, donde también se habilitó el jurado. La intención era clara: en aquel momento parecía una medida progresista, que permitía presentar a España como un país democrático como los demás. Más moderno si cabe, pues fuimos hasta donde la Justicia en Alemania, Francia o Italia nunca llegó. Solo Andorra en toda Europa, conviene recordar.
Había otro motivo para añadir esta vía en la Constitución: el famoso de ‘la ley a la ley’ y su aplicación en los cuerpos del Estado; que no hubo ruptura alguna en la Transición. Los partidos democráticos no se fiaban de la Fiscalía franquista, con razón.
Pudo tener sentido en ese momento. Es dudoso que lo tenga hoy. En un país avanzado, con instituciones fuertes e independientes, ¿qué tiene de democrático que cualquiera pueda acusar a cualquier persona formalmente ante un tribunal, aún con indicios más que endebles? No hablo de denunciar, que cualquiera en todo el mundo puede hacerlo. Me refiero a lo que aquí supone la acusación popular: pedir pruebas, interrogar, recurrir la sentencia o plantear formalmente condenas de prisión. Que el acusado tenga que buscarse un abogado, defenderse, y pagar la pena de banquillo en el camino. La idea de una acusación popular frente a una Justicia en manos del rey era sin duda progresista, porque no había participación alguna de los ciudadanos en el gobierno ni en las instituciones. Pero, ¿en una democracia, donde las instituciones emanan del pueblo? ¿Es necesario que los ciudadanos participen directamente en la Justicia incluso como acusación cuando no están ni lejanamente afectados por el supuesto crimen? ¿O es una figura inquisitorial?
No solo es anómala la acusación popular. También lo es la acusación particular, la de las víctimas. Lo normal en Europa es que, por supuesto, puedan denunciar; comunicar un crimen a la Justicia. En algunos países, como Alemania, también se les permite forzar la acusación si la Fiscalía no se mueve. Pero lo habitual es que su papel se acabe aquí y que la acusación penal sea un monopolio del Estado, y tiene su lógica. En un país democrático, ¿debe ser la víctima quien pida qué condena hay que aplicar? Esa justicia vengativa, nuestro modelo penal, es en parte lo que explica por qué España es uno de los países más seguros del mundo, con menos crímenes, pero con una población reclusa porcentualmente muy superior a la de cualquier otro país europeo. Contra el tópico, las penas de cárcel también son en España mucho más altas de lo normal.
La acusación particular al menos sí tiene un sentido: suplir las carencias de la propia Fiscalía que, por sobrecarga de trabajo, no siempre puede dedicar a cada caso el tiempo que sería necesario. Algo que se arreglaría con una Fiscalía más fuerte, con más recursos, que defendiera a las víctimas sin necesidad de que tuvieran que buscarse un abogado.
Ya existe, de hecho, una Fiscalía en España que actúa bajo unas reglas donde no existen ni la acusación popular ni la particular. Me refiero a la nueva Fiscalía Europea, que investiga aquellos delitos contra el presupuesto de la UE. Es un organismo que sirve como ejemplo de la Justicia que España debería tener.
En cuanto a la acusación popular, ¿ha servido para mejorar el acceso de los ciudadanos a la Justicia? Pues depende de cómo se mire. Los primeros en utilizar esta puerta de la acusación popular fueron las aseguradoras, como una manera para entrar e influir en aquellos juicios donde, sin ser víctimas, les podía tocar pagar. Después llegó el precursor español del trumpismo, José María Ruiz Mateos, en los años en los que acosaba a Miguel Boyer disfrazado de Supermán. Más tarde Manos Limpias, fundada por el ex secretario general del partido ultra Fuerza Nueva, que lideraba Blas Piñar. Y por último los partidos, todos ellos, que usan la acusación popular como otra herramienta política más. El propio PSOE que ahora pide eliminarla sigue personado como acusación popular en la causa contra la pareja de Ayuso.
En demasiadas ocasiones –Manos Limpias la usó hasta contra Los Lunnis– se ha abusado de la acusación popular. Otro ejemplo pluscuamperfecto: cuando el PP se personó como acusación popular en la Gürtel… para ejercer como otra defensa más de su tesorero Luis Bárcenas. Pero en otros casos, la acusación popular ha sido determinante y ha ayudado a reducir la impunidad. Especialmente en casos de corrupción –de la de verdad, no de la inventada– como las tarjetas Black, los GAL, el caso Palau, el caso Púnica o el caso Nóos.
Mientras tanto, el Tribunal Supremo español volvió a demostrar que la justicia no es igual para todos. Cuando la acusación popular amenazaba con sentar en el banquillo al primer banquero del país, Emilio Botín, el Supremo la recortó. En 2007, la Sala de lo Penal del Supremo sentenció que no se puede abrir juicio oral cuando solo lo pide la acusación popular y no la Fiscalía o la acusación particular. El argumento era que en ese caso –un presunto delito fiscal– no tenía un impacto en el interés general; como si Hacienda no fuéramos todos, como cuestionó otro de los jueces en un voto particular. Así nació la doctrina Botín, cuyo ponente fue un juez supuestamente progresista, Luciano Varela. Pero apenas un año más tarde, cuando volvió a pasar lo mismo, que no había otra acusación más que la popular contra el presidente del parlamento vasco, José María Atuxta, tal regla volvió a cambiar. Ya sí era un asunto de interés general y ya sí valía Manos Limpias, sin ninguna otra acusación, para sentar en el banquillo al político nacionalista. Así nació la doctrina Atutxa, cuyo ponente fue Manuel Marchena. Aquel caso acabó como acabó: con una condena del Supremo y, más tarde, una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenando a España por vulnerar el derecho de Atutxa a un juicio equitativo.
La reforma que ha planteado el PSOE –y que no gusta a ninguna de las asociaciones de jueces ni a buena parte de sus socios parlamentarios– puede parecer oportunista. Por esa disposición adicional que convierte en inmediatos sus efectos, sin transición. Y porque las acusaciones ultras y el uso espurio de ese derecho se ha disparado, pero ya era un problema años atrás. Exactamente igual que el ‘lawfare’ y las noticias falsas, que eran una amenaza para la democracia mucho antes de que Pedro Sánchez las sufriera en carne propia y se tomara unos días para reflexionar.
La reforma planteada es también demasiado contundente, porque al vetar el acceso de la acusación popular a la instrucción de facto supone su abolición. Y aunque nos disguste, este tipo de acusación está recogida en la Constitución y por tanto no se puede hacer desaparecer con una ley orgánica. Es también llamativo que el mismo PSOE que hoy pide la reforma estuvo en 2017 en contra, cuando lo planteaba M. Rajoy.
Pero el problema es real. Y el modelo del que tanto se abusa es siempre el mismo, el que ya se usó desde el primer día con el crimen de la calle Fuencarral. Lo más relevante no es poder acusar –la inmensa mayoría de las querellas se archivan– sino acceder a la información del juzgado para después filtrarla a la prensa. Ya sabes: ese delito que ocurre cada día en España, pero que solo se persigue cuando el sospechoso es el fiscal general.
Lo dejo aquí por hoy. Espero haberte ayudado a entender un asunto tan complejo y que mi carta te sirva para que formes tu propia opinión.
Un abrazo. Gracias por leerme. Gracias por tu apoyo a elDiario.es.
Ignacio Escolar