Donald Trump: entre mayoría electoral y minoría social
El presidente de los Estados Unidos es elegido por alrededor del 30% de los ciudadanos, dado el considerable volumen de la abstención
Trump inaugura su presidencia indultando a los asaltantes del Capitolio y con medidas contra la migración y el colectivo LGTBI
En prácticamente todos los estados democráticamente constituidos la mayoría electoral es casi siempre simultáneamente minoría social. Siempre son más los miembros del cuerpo electoral que no han votado al partido que forma gobierno que los que lo han votado.
En la historia electoral de la democracia española únicamente en 1982 la mayoría electoral se aproximó a la condición de mayoría social. El PSOE liderado por Felipe González obtuvo el 48% de los votos válidamente emitidos. En ninguna de las elecciones posteriores ha llegado algún partido a aproximarse al resultado del 82.
Si a los votos válidamente emitidos le añadimos los votos de la abstención, la distancia entre la mayoría electoral y la mayoría social aumenta de manera notable.
Lo que ocurre en España no es una excepción. En el Reino Unido el partido laborista con un 33% del voto válidamente emitido tiene una enorme mayoría parlamentaria absoluta. En Francia desde 1965 no ha habido ningún candidato que haya conseguido la presidencia en la primera vuelta. Y lo mismo ocurre con la mayor parte de los candidatos a la Asamblea Nacional. Y en los países con un sistema electora proporcional son rarísimos los Gobierno de un solo partido, sino que los gobiernos de coalición son la norma.
En Estados Unidos parece ser distinto, pero no lo es. El presidente de los Estados Unidos es elegido por alrededor del 30% de los ciudadanos, dado el considerable volumen de la abstención.
La distancia entre la mayoría electoral y la mayoría social es la razón principal que explica la supervivencia de una democracia auténtica. Dado el enorme poder que concentra el Estado, una coincidencia entre mayoría electoral y social tendería de manera inevitable hacia un autoritarismo no democrático. Las democracias sobreviven porque siempre son más los que está fuera que los que están dentro de la mayoría de Gobierno.
De ahí que los resultados electorales tengan que ser analizados detenidamente, para saber qué es lo que ha querido el cuerpo electoral, qué tipo de mandato es el que ha recibido el presidente del Gobierno o de los Estados Unidos.
Todo lo que acabo de decir viene a cuento de las recientes elecciones estadounidenses en las que Donald Trump ha sido elegido por segunda vez presidente. Ezra Klein lo expresó muy certeramente en su artículo del 19 de enero en The New York Times: “Trump apenas ganó las elecciones, pero no se ha percibido de esta manera”. La ventaja de Donald Trump de 1,5 puntos sobre Kamala Harris es inferior a la de Biden en 2020 (4,5 puntos), a la de Clinton en 2016 (2,1) a las dos de Obama 2008 y 2012 (7,2 y 3,9) y a las de Bush Jr. en 2004. Habría que remontarse al año 2000 para que un candidato fuera proclamado presidente con el porcentaje de votos de Donald Trump en este 2024. Sin embargo, la sensación es la de que ha conseguido una victoria aplastante.
No cabe duda que las sensaciones tienen una gran importancia en la política, especialmente si se consigue que sean muy ampliamente compartidas, como está ocurriendo hasta este momento con la victoria de Donald Trump.
Pero los hechos son testarudos y dicen lo que dicen. Es no solamente posible, sino bastante probable que las sensaciones prevalezcan sobre la evidencia empírica en la fase inicial de este segundo mandato de Donald Trump. Pero la fase inicial es eso: una fase inicial. A medida que pase el tiempo, las sensaciones se difuminan y la evidencia empírica va recobrando protagonismo.
Está claro que Donald Trump ha explotado al máximo las sensaciones de su victoria arrolladora en el discurso inaugural de su mandato, que fue un alegato acerca de la unificación del pueblo americano en torno a su figura durante el proceso electoral, lo que, según él, le permitirá pasar a la historia como un presidente “de paz y unificador”.
Donald Trump cree que no ha ganado unas elecciones sin más, sino que ha ganado las elecciones más importantes en la historia de los Estados Unidos. Y que lo ha hecho de manera apabullante. De ahí que considere que ha recibido “un mandato” para reconfigurar política, social y económicamente a la sociedad americana y para redefinir las relaciones con los demás países, hayan sido hasta ahora aliados o enemigos.
Los primeros pasos que dio el mismo día 20 de enero van en esa dirección. En esto se ve la diferencia entre el Donald Trump que llegó a la presidencia en 2016 el que lo acaba de hacer en 2024. Hay ideas, hay equipos y hay proyectos donde antes no los había. Pero también hay bastante prisa. Entre otras cosas porque sabe que hay elecciones en 2026 y que tiene que intentar que estas sensaciones que se han impuesto en este momento inicial a los datos electorales, se mantengan hasta esa fecha. Si es así, podrá extender esta política inicial hasta el final del mandato. Si no lo consigue, Donald Trump puede acabar siendo el “pato más cojo” o uno de los dos o tres más cojos de la historia constitucional de los Estados Unidos.
La interpretación de los resultados electorales como un “mandato” de enorme alcance me parece un error de cálculo, que le va a empezar a pasar factura desde muy pronto. Donald Trump no ha recibido un mandato como el que recibió Franklin Delano Roosevelt o Ronald Reagan. Cuanto más tiempo tarde en entenderlo, más veces tropezará con riesgo de caída, que, como sin duda alguna le habrán dicho sus médicos, es el peor peligro para las personas de su edad. En todas las esferas de la vida.