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Esa hirviente palabrería

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La semana pasada te hablé de la acusación popular y de Benito Pérez Galdós. A cuenta de esa carta, un buen amigo me apuntó otra cita de este mismo escritor. Es un texto que sigue en pleno vigor. 

  • “En todas las grandes poblaciones y en todas las épocas ha existido siempre un infierno de papel sellado compuesto de legajos en vez de llamas y de oficinas en vez de cavernas, donde tiene su residencia una falange no pequeña de demonios bajo la forma de alguaciles, escribanos, procuradores, abogados, los cuales usan plumas por tizones, y cuyo oficio es freír a la humanidad en grandes calderas de hirviente palabrería que llaman autos”.

El párrafo aparece en uno de los Episodios Nacionales; en el séptimo volumen de esta excepcional obra de Benito Pérez Galdós en la que narra como nadie la historia del siglo XIX español. El libro en concreto se llama El terror de 1824 y en él Galdós describe la brutal represión que puso en marcha Fernando VII durante la restauración absolutista, tras el trienio liberal. Este rey especialmente nefasto fue también el más hipócrita. Primero juró la ‘Pepa’, la Constitución de 1812 de las Cortes de Cádiz: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. En cuanto pudo, la anuló, traicionando a todo el pueblo español. Con la ayuda de un ejército extranjero enviado desde Francia –los cien mil hijos de San Luis–, Fernando VII recuperó todo el poder y puso en marcha una sangrienta persecución contra todos los protagonistas del primer intento democratizador que tuvo España. Los más afortunados acabaron en el exilio. El resto fueron encarcelados, torturados o asesinados, empezando por el general Rafael del Riego, ahorcado en la Plaza de la Cebada de Madrid, en una cruel ejecución pública.

“El infierno de aquella época era el más infernal que puede imaginar la humana fantasía espoleada por el terror”, escribió también Galdós. Que en esa novela explica otra verdad universal. Todo poder establecido, incluso el más abyecto, da a sus crímenes un barniz de supuesta legalidad y siempre encuentra para ello la necesaria complicidad. En el terror de 1824 también ocurrió así. Empezando por la ejecución de Rafael del Riego, tras un simulacro de juicio donde se le negó cualquier defensa. El juez instructor llegó a pedir que su cuerpo fuera descuartizado y que los trozos se repartieran después por toda España, para dar ejemplo. Era una sádica idea para agradar a Fernando VII y a los partidarios de la monarquía absoluta –muy católicos ellos– a los que hacía especial gracia que la cabeza de Rafael del Riego acabara en una pica en Las Cabezas de San Juan, en Sevilla, donde el general lideró el pronunciamiento que permitió el trienio liberal. Fue en ese alzamiento militar para restablecer la Constitución de Cádiz cuando también se compuso el Himno de Riego, que después se convirtió en el himno del primer intento de una monarquía constitucional –la que traicionó Fernando VII– y más tarde en uno de los himnos de la Primera y de la Segunda República. 

Nuestra Justicia poco o nada tiene que ver con aquella del siglo XIX. No hay pena de muerte, para empezar. Pero hay algo de lo que denunciaba Galdós que sigue siendo igual. Esa “hirviente palabrería”; esa incomprensible manera de redactar sus escritos, muchas veces trufados de errores gramaticales y ortográficos que avergonzarían a un colegial. El trabajo de los jueces consiste, en gran medida, en redactar: su principal herramienta es la palabra escrita. Sin embargo, los jueces en España no pasan ni una sola prueba en las oposiciones donde se evalúe esa aptitud. Ni una sola. Y así nos va.

España mantiene un sistema de acceso a la carrera judicial y fiscal anómalo en Europa, completamente anticuado, inoperante, y que genera enormes sesgos en un poder del Estado que se supone “emana del pueblo”, como dice la Constitución. La principal dificultad de las oposiciones españolas a jueces y fiscales consiste, básicamente, en que hay que memorizar cual papagayo el texto literal. El temario es enorme y las pruebas son tres: dos exámenes orales y otro tipo test. No hay en ellos ni un solo ejercicio de redacción. Hay que empollar y después “cantar” –así lo llaman– ante un tribunal. Es sagrado, por ejemplo, recordar cada número de cada artículo de cada ley en vigor: un esfuerzo tan agotador como absurdo, pues esos números cambian con cada reforma legal.

La prueba evalúa una competencia inútil. ¿De qué sirve memorizar, palabra por palabra, coma por coma, tres mil páginas del temario entre derecho civil, penal, mercantil, procesal, constitucional…? No es que sea un sinsentido en la era de Internet: es que tampoco servía de mucho desde que se inventó la imprenta. Un juez debe ser alguien capaz de interpretar la ley, no de memorizarla; de aplicarla con rigor sin olvidar nunca su función pública, mucho más importante que su papel como autoridad. Debe ser alguien que también sepa redactar con claridad, que no solo aplique una lógica predecible, sino que la sepa exponer; que sepa explicar sus decisiones en el mismo idioma que usamos los demás, que no es el ‘abogadés’.

El sistema de oposición con pruebas memorísticas tuvo su razón de ser: en su momento sirvió para evitar la arbitrariedad con la que los distintos gobernantes colocaban a sus fieles. La idea de un acceso igualitario al empleo público aparece por primera vez en España con la ‘Pepa’, en esa Constitución de Cádiz que Fernando VII pisoteó. Pero la ardua exigencia memorística en las pruebas llegó después. Cada vez que a Cánovas o a Sagasta les tocaba mandar, con ellos entraban y salían de la administración ejércitos de funcionarios de cada uno de los partidos. Y cuando tocó establecer un cuerpo de funcionarios permanente, que no dependiera de cada Gobierno –se dieron distintos pasos entre finales del XIX y principios del XX–, fue necesario crear una prueba objetiva, que redujera la arbitrariedad. Así se consolida el puesto de funcionario vitalicio y el tipo de oposición memorística que aún hoy tenemos, que nació con los mandarines de la China imperial, trajo Francia a Europa y después España adoptó. Que pudo tener sentido en esos años, cuando además los candidatos no pasaban por una educación universitaria tan exigente como la actual. Pero que hoy se ha convertido en un modelo de selección de personal tan anacrónico como un reloj de arena en una central nuclear.

El actual modelo de oposición no solo no evalúa las aptitudes objetivas más necesarias para ese puesto de trabajo –la prueba más obvia es que no hay una sola empresa privada en el mundo que utilice un método de selección de personal ni siquiera lejanamente similar–. Es que además genera efectos perversos, limitando el acceso a la carrera judicial a aquellas familias que se lo pueden permitir. El tiempo necesario para memorizar el extenuante temario es, de media, cinco años. Y por eso el 98,71% de los jueces de la última promoción –según los datos del propio Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)– contaron con el apoyo económico de sus familias. El 64,5% tampoco tuvo antes ningún trabajo previo.

La pregunta es obvia. ¿Qué tipo de familias se pueden permitir mantener a sus hijos ya universitarios otros cinco años más sin trabajar? El sistema de oposiciones memorísticas –que el dictador Franco después consolidó, tras purgar a los funcionarios no afines– sirvió para generar un filtro de clase en aquellos empleos públicos más importantes y mejor pagados. En España, la primera barrera que tienen que sobrepasar los aspirantes a estas oposiciones no depende ni de su inteligencia ni de su esfuerzo ni de su expediente académico: depende de si se pueden permitir un lustro sin trabajar, dedicado a una actividad alienante que ni siquiera sirve para su formación real; cinco años de su vida que tirarán a la basura si no consiguen aprobar. 

Al coste de no trabajar un lustro hay que sumar otra cantidad: el precio del preparador. La gran mayoría de los opositores contratan a otros jueces para que les ayuden con la oposición; es aún más difícil aprobar sin ellos. Es un dinero que, en demasiadas ocasiones, no se declara ante Hacienda –como saben perfectamente todos los jueces, también aquellos que se indignan ante esta afirmación–. El primer contacto directo con la Justicia que tienen muchos opositores consiste en entregar un sobre con billetes en negro a un juez. Una persona que, con esta base tan poco edificante, se convierte en su principal mentor. 

Esta semana ha pasado relativamente desapercibida una importante reforma planteada por el Gobierno sobre el acceso a la carrera judicial. El ruido y la furia en el Parlamento –con las derechas pegándole una patada a Pedro Sánchez en el culo de millones de españoles– ha opacado todo lo demás. Pero conviene revisar la propuesta planteada. De aprobarse, es una de las reformas más importantes que se darán en esta legislatura y, a largo plazo, puede ayudar mucho a mejorar este país.

La propuesta de reforma blinda las becas para los opositores en la propia ley. Ya no podrá pasar tan fácilmente lo que ocurrió cuando Zapatero perdió el Gobierno y Rajoy se cargó el programa de becas anterior. Las nuevas becas doblan el importe actual, que ya había subido: será el equivalente al Salario Mínimo Interprofesional, ahora mismo 15.876 euros al año. Y estarán garantizadas en una ley orgánica: si un futuro Gobierno las quiere recortar, tendrá que volver a pasar por el Parlamento. 

La nueva ley también plantea crear un centro público para preparar las oposiciones judiciales –algo que en Francia, de donde copiamos este modelo, existe desde hace 70 años–. Estará en Madrid, pero contará con sedes en el resto de las provincias, lo que ayudará a eliminar otro sesgo, además del económico, que tiene que ver con dónde vive cada opositor. También establece la creación de un registro público de todos los jueces que preparan a opositores. Hasta ahora solo es obligatorio pedir la compatibilidad para la docencia cuando se superan las 75 horas anuales. En la práctica, hay jueces que superan este límite pero no declaran esta actividad porque es casi imposible saber cuántas clases dan. Con la nueva ley, cualquier juez o fiscal que quiera dedicarse a la docencia tendrá que aparecer en un registro, lo que evitará buena parte del fraude que existe hoy. Será un registro público; Hacienda también lo podrá mirar.

En 2022, la fiscal general del Estado, Dolores Delgado, intentó crear un registro equivalente de preparadores de opositores en la Fiscalía. Esta necesaria medida provocó un enorme revuelo contra él, y la oposición frontal de las asociaciones de fiscales conservadoras. ¿Transparencia? Para los demás. 

La reforma que plantea el Gobierno también acabaría con la trampa que la derecha judicial lleva décadas aplicando para boicotear el cuarto turno. Un tema que requiere de algo de explicación.

En 1985, el Parlamento puso en marcha una vía alternativa a las oposiciones para entrar en la carrera judicial: el cuarto turno. No es una rareza española: en muchos países a los jueces se les nombra así. Consiste en un puente para que juristas ya en activo y con más de diez años de experiencia profesional –académicos, abogados…– se puedan convertir en jueces por medio de un concurso de méritos, más parecido al que aplica cualquier empresa, y donde no se mide su capacidad para recitar de memoria el Código Penal. Se llama “cuarto turno” porque se suponía que sería una cuarta parte de las plazas: el 25%. La realidad es que solo el 9,33% de los jueces en activo ha entrado así; y eso que ya han pasado cuarenta años. ¿La razón? El boicot permanente de la derecha a esta ley, a través los distintos presidentes del CGPJ nombrados por el PP –la gran mayoría, gracias a los sucesivos bloqueos a la renovación de este órgano tan importante–. Con todo tipo de excusas, retrasaron las convocatorias de estas plazas todo lo posible, impidiendo así su aplicación. Si la nueva ley se aprueba, no lo podrán hacer más: la reforma obligará al CGPJ a convocar todas las plazas para nuevos jueces a la vez; las oposiciones y el cuarto turno. Con la proporción del 25% que marca la ley desde hace cuarenta años (y que durante cuatro décadas se incumplió).

Las pruebas para entrar en este cuarto turno tendrán, en primer lugar, un examen escrito que será eliminatorio: quienes no pasen esa primera prueba se quedarán fuera del proceso de selección. Y esa prueba escrita será anónima, para garantizar que no influyan los apellidos del candidato. 

¿Y las oposiciones ordinarias? También cambiarán: habrá igualmente una prueba escrita donde los candidatos tendrán que demostrar que saben escribir correctamente, hilar conceptos y desarrollar con un mínimo rigor esa habilidad que luego concentrará la mayor parte de su trabajo cuando sean jueces. Esa prueba escrita conlleva también que se reduzca el temario a memorizar. Y el Gobierno calcula que, con esos cambios, el tiempo medio para aprobar la oposición también se reducirá: de cinco a cuatro años. 

Ojalá la reforma pudiera llegar más allá: que rebajara aún más la carga memorística de la oposición, que seguirá siendo excesiva. Pero espero que salga adelante y que el resto de los partidos que participarán en el trámite parlamentario sean conscientes de su importancia a largo plazo. Porque buena parte de la anómala situación que vive España en los últimos años, con una judicatura que se ha extralimitado, que está asumiendo funciones que no le corresponden y que está vulnerando la separación de poderes, se debe, precisamente, a la historia de nuestro Poder Judicial. A los abusos del PP para secuestrar el CGPJ por encima de la soberanía popular, con los permanentes bloqueos a su renovación. A la forma de ascender dentro de la carrera judicial, que durante décadas ha manejado la derecha. Y a los sesgos conservadores que introduce el sistema de acceso a este poder del Estado. 

Han sido bastante decepcionantes las palabras que la nueva presidenta del Consejo General del Poder Judicial, la supuestamente progresista Isabel Perelló, dedicó a esta propuesta de reforma en la entrega de despachos a los nuevos jueces. En un discurso netamente corporativista, Perelló criticó la nueva ley al asegurar que el actual sistema ya garantiza que cualquier persona “de cualquier procedencia, origen social o ideología pueda competir en igualdad de condiciones apoyada exclusivamente en su esfuerzo”. Y no sé qué es peor: que lo afirme sin creérselo o que se lo crea de verdad. 

No niego en absoluto el esfuerzo de esa oposición, que es común en todos los que la superan. Es de una dureza tan enorme como estéril. Este sistema de evaluación obliga a los futuros jueces y fiscales a sacrificar absurdamente varios de los mejores años de su vida para superar esta prueba irracional; un lustro que estaría mejor empleado en otro tipo de formación. Algunos de quienes aprueban la oposición –no todos– después defienden que no se afloje jamás, que siga siendo igual de dura, igual de absurda, para que el siguiente que llegue sufra igual. 

No niego tampoco la importancia de una prueba que sirva para elegir a los mejores en igualdad de condiciones. Pero ¿existe esa igualdad cuando hay una barrera económica tan obvia de por medio? Sí, hay algunos ejemplos de jueces en España que aprueban la oposición empezando desde entornos muy precarios, sin ningún apoyo. Pero ¿alguien cree que estos jueces se esforzaron lo mismo que quienes pueden opositar sin prisa por trabajar y además pagarse un preparador?

Y la gran pregunta: ¿de verdad la actual oposición sirve para elegir a los mejores? ¿Tan difícil resulta compaginar una selección exigente y objetiva con un examen que evalúe las aptitudes y conocimientos que estos jueces y fiscales realmente necesitarán? ¿Acaso no resulta evidente el requisito de que al menos se examine su capacidad para redactar?

Estoy convencido, y es solo una opinión, de que si esa nueva prueba escrita hubiera existido hace diez años y un joven opositor hubiera argumentado entonces que el ánimo de lucro existe incluso cuando no hay enriquecimiento personal ni lucro o beneficio se habría llevado un rotundo suspenso de casi cualquier tribunal. Esa estrambótica interpretación –un enriquecimiento sin riqueza– es la que empleó la Sala de lo Penal del Supremo para rebelarse contra la ley de la amnistía y no aplicarla, como te conté en un boletín anterior

Estoy también convencido de que, más tarde o más temprano, el Constitucional, la Justicia europea o ambas instancias corregirán esa exótica interpretación del ánimo de lucro del Tribunal Supremo, que no es solo contraria a la letra de la ley sino a las reglas más básicas de la lengua española. Unas normas que tantas veces se ignoran con “hirviente palabrería”, que diría don Benito Pérez Galdós. 

Lo dejo aquí por hoy. Espero que tengas una buena semana. Gracias por leerme. Gracias por tu apoyo a elDiario.es

P.D. Releyendo la ‘Pepa’ me he encontrado que en esa pionera constitución –artículo 5– se consideraba como español no solo a los nacidos en España sino también a “los extranjeros que lleven diez años de vecindad en cualquier pueblo”. Es una política de inmigración más generosa que la actual; hay millones de personas que pagan impuestos en España desde hace más de una década y siguen siendo ciudadanos de segunda; nunca tendrán derecho a votar. En estos tiempos oscuros y racistas, hay quien despreciaría a las Cortes de Cádiz como otra “izquierda woke”. Son los falsos patriotas de siempre. Los que entonces jaleaban a Fernando VII, al grito de “¡vivan las cadenas!”, hoy apoyarían a Donald Trump. 




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