El mayor espectáculo del mundo
Como las mejores películas de John Ford, EEUU ha sido un espacio de luces y sombras, pero Trump lo ha convertido en un plató lleno de luces brillantes que nos ciegan como a los ciervos los faros de un coche antes del atropello mortal
Cuando se habla de un cambio de época en Estados Unidos, todo el mundo evoca a John Ford y su obra maestra, El hombre que mató a Liberty Valance. A propósito de ella, el periodista David Gistau le dijo a José Lui Garci, en unos de sus añorados programas de cine, que representaba como ninguna otra obra de ficción la famosa frase atribuida a Gramsci que habla de los monstruos que nacen cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Western crepuscular, quizá el último western clásico, contiene todos los códigos para desentrañar el origen de un país que siempre se debate entre el ejercicio puro de la fuerza y el poder civilizatorio de la democracia: el mito de la frontera, el Oeste, las leyes fundacionales que convierten a meros supervivientes en ciudadanos, la libertad de prensa, la inmigración, la cultura, el tren como vehículo de progreso, las cocinas y los porches como espacios donde sucede la vida, el sacrificio individual en favor del bien común, la desolación de perder el lugar de pertenencia. John Wayne como héroe individualista y trágico con el revólver al cinto y James Stewart encarnando la democracia provisto solo de un libro de leyes eran las dos caras de lo que significaba América en una película que advierte de los peligros de sustentar una vida, o una nación, sobre una mentira.
Toda la épica contenida en John Ford ha desaparecido en el más reciente cambio de época en EEUU y ha sido sustituida por el entretenimiento y la saturación. Apenas hace una semana desde que Donald Trump regresó a la presidencia y el mundo está agotado de correr tras el centenar de ardillas que el nuevo líder mundial ha dejado escapar de su particular jaula enloquecida. El magnate, que revivió gracias a un reality televisivo, ha decidido convertir el mundo en su plató particular y llenarlo de distracciones para hacer posible por fin el capitalismo de amiguetes perfecto, la reorganización del mundo según los intereses de los broligarcas o la tecnocasta, si preferimos la neolengua de la Moncloa. Ya sea amenazar a Canadá o a la Unión Europea, indultar a los asaltantes del Capitolio o descalificar los archivos del asesinato de JFK, todos son conejos diabólicos de una chistera que no tiene fondo. En diferentes escenarios, firma una orden detrás de otra, y dedica las madrugadas a mezquinas venganzas contra obispas episcopalianas que levantan la voz por los que no pueden hacerlo o adversarios políticos amenazados por potencias extranjeras. La frenética actividad, en vivo y en directo para una audiencia mundial, dificulta a los medios hacer su trabajo y a los ciudadanos simplemente reflexionar sobre las consecuencias de este Trump 2.0 que se parece sospechosamente al primero, pero sin control alguno. Los huevos estadounidenses siguen a 9 dólares la docena, los diabéticos pronto no podrían pagar la insulina y los hijos de padres inmigrantes nacidos en suelo americano pueden ser apátridas mucho antes de que Trump consiga, si lo consigue, contener la inflación.
Lo viejo ha muerto y lo nuevo ha nacido y resulta que es viejo. Los héroes americanos que se sacrificaban por una sociedad aunque ellos no tuvieran lugar en ella, como John Wayne de Liberty Valance, han desaparecido. Como las mejores películas de John Ford, EEUU ha sido un espacio de luces y sombras, pero Trump lo ha convertido en un plató lleno de luces brillantes que nos ciegan como a los ciervos los faros de un coche antes del atropello mortal. No hay tiempo siquiera para dejar un cactus en flor, como en una de las escenas finales de Liberty Valance, sobre el ataúd de lo que EEUU pudo ser y renunció a ser. Europa, mientras tanto, ha quedado en tierra de nadie, merced a la ola imparable de cabreo, incertidumbre, temor y miedo que aprovecharán todos los que se han unido al ejército de Trump. ¿Queda esperanza? Sí, y no solo en los errores trumpistas, también en nuestra capacidad para emular, cuando se necesita, a los héroes cotidianos de Ford.