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Desde Tánger

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Como tantas otras veces, la estancia en la ciudad del Zoco Chico me está sirviendo de cura de desintoxicación del odio que rezuma la actuación de tantos políticos, jueces y predicadores al otro lado del Estrecho

Ando esta semana por Tánger, tan cerca de España que puedo ver su costa desde la Terraza de los Perezosos y tan lejos que sus acerbas querellas me parecen aún más marcianas. He venido a acompañar a Alberto Gómez Font en la presentación en el Instituto Cervantes de la tercera entrega de sus Cócteles Tangerinos, pero, como tantas otras veces, la estancia en la ciudad del Zoco Chico me está sirviendo también de cura de desintoxicación del odio que rezuma la actuación de tantos políticos, jueces y predicadores al otro lado del Estrecho.

Tánger es un magnífico balcón para contemplar a España con una distancia saludable, la que te dan su posición geográfica y el buen humor de sus habitantes. Lo hizo Juan Goytisolo cuando escribió aquí su Reivindicación del conde don Julián, certero e implacable retrato de la España negra de Torquemada, Fernando VII y el general Franco. Una España negra que recorre nuestra historia como la Cloaca Máxima recorría el subsuelo de la antigua Roma, y se desborda con frecuencia, dejando nuestras calles enlodadas de rencor, intolerancia y cainismo.

Este es, creo, uno de esos momentos de riada, y no me consuela pensar que el fenómeno es universal, que va desde Alaska a la Patagonia y desde Marsella a Jerusalén. Vista desde Tánger, la España actual bien podría ser uno de los mejores países del planeta, uno de los más seguros, prósperos y agradables para vivir. No es que al norte del Estrecho se aten los perros con longanizas, ya lo sé, pero nuestra gente, créanme, no pasa tantas fatigas como al sur para ganarse las habichuelas. Y, sin embargo, de tomarse al pie de la letra los titulares de nuestros medios de comunicación, España estaría al borde del Apocalipsis, sería una especie de Somalia o Haití en la esquina suroccidental de Europa.

Unos días en Tánger ponen las cosas en su sitio, sirven de bálsamo para tanta palabrería incendiaria, tanto oportunismo politiquero, tanta mala fe judicial. Vengo mucho a Tánger desde hace cuatro décadas por eso y porque aquí puedo hablar con asiduidad la lengua de Cervantes, porque los autóctonos nos tienen cariño a los españoles, porque su luz te da ganas de vivir, porque parece dibujada y coloreada por Matisse, porque aquí nació Ángel Vázquez, el autor de esa maravilla titulada La vida perra de Juanita Narboni, y porque aquí escribieron, entre muchos otros, esos aristócratas del malditismo que fueron Burroughs y Chukri. También, porque es mi Andalucía natal con chilabas, té con hierbabuena y el canto del almuédano, como bien escribió Pérez Galdós a propósito de Tetuán.

¿Literatura? Sí, claro. ¿Qué tiene eso de malo? Supongo que a Trump, Musk, Milei y Ayuso la literatura les parece una boludez, supongo que también se lo parece a esos jueces de la horca españoles que, como ha señalado aquí Ignacio Escolar, no tienen ni pajolera idea de redactar en la lengua de Cervantes, Pérez Galdós, Vázquez y Goytisolo. Pero resulta que la literatura es una de las cosas que nos diferencian a los humanos de las bestias e imagino que también de la Inteligencia Artificial. No dudo de que la Inteligencia Artificial, a fuerza de copiar y pegar, terminará pudiendo hacer un aseado ensayo académico sobre los escritores del Tánger Internacional, pero, francamente, no la veo arrancando una novela como Ángel Vázquez arrancó su Juanita Narboni: “Cada día me cuesta más trabajo ponerme las medias”. Lo siento ChatGPT y DeepSeek, para eso hay que tener un alma humana.

Así que estoy en Tánger para hablar del libro de Gómez Font, del número de la revista SureS que Santiago de Luca le ha consagrado al hotel El Minzah y, en general, del regreso de Tánger a la escena literaria española. Como en todo, en la ya casi abrumadora cantidad de poemarios, novelas, ensayos, memorias y biografías que ahora se publican en España sobre Tánger, hay algunas cosas buenas, bastantes medianejas y unas cuantas infumables. Pero lo importante es que España y su literatura han vuelto a descubrir el embrujo de Tánger

Escribo desde el hotel Chellah y escucho entretanto el graznido de las gaviotas en el jardín. Tánger es una ciudad canalla por portuaria, fronteriza y mestiza. Dulcemente canalla por su belleza natural y urbanística y el talante liberal de sus gentes. Propicia, pues, tanto al género negro como a la lírica.

Sobre la ciudad llueve estos días de finales de enero. No grandes diluvios, pero sí dos o tres lloviznas al día. Las calles, sin embargo, mantienen su ajetreado vitalismo: señoras con capuchas cargadísimas de bolsas, un afilador de cuchillos que usa una rueda de bicicleta, chiquillos que juegan al fútbol con camisetas de Lamine Yamal, un mendigo por aquí y por allá, gatos vagabundos por doquier… Solo los felinos no usan móviles conectados a Internet. El siglo XXI en Tánger.




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