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El Misisipi de Twain

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La literatura es menos cínica que la Historia, y tarda bastante menos en permitir que Rosa Parks pueda seguir legalmente sentada en un autobús

Cuenta Samuel Langhorne Clemens en La vida en el Misisipi (1883) que, tras embarcarse en el Gold Dust, un vapor de la Memphis and Vicksburg, se quedó «sorprendido, decepcionado y molesto» al ver que no reconocía el río en la zona donde estaban. Su disgusto era comprensible; al fin y al cabo, todo en él procedía del Misisipi, empezando por su pseudónimo, Mark Twain (dos brazas) y, por si eso fuera poco, tenía licencia de piloto fluvial, profesión que había ejercido hasta la Guerra de Secesión. Pero allí estaba, de vuelta al principio y, por una emoción que definió como «nostalgia», se acercó al timonel del barco con la no muy nostálgica intención de divertirse a su costa y conseguir que le dejara llevar el timón. Estaba seguro de que el sujeto, un antiguo amigo llamado Rob Styles, no se acordaría de su cara, porque habían pasado dos décadas desde su última visita al corazón del Sur; de modo que el autor de Las aventuras de Tom Sawyer y las de Huckleberry Finn se hizo pasar por un simple e ignorante forastero, y Styles se lo empezó a trabajar «a la antigua y buena usanza», tirando de «todo tipo de maravillosas excentricidades»: declaró que los caimanes eran «el pájaro sagrado» del Gobierno; le advirtió contra la posibilidad de matar uno, porque se exponía a que lo ahorcaran «por traición» (algo que harían sin duda si «era un demócrata»); dijo que un cuerpo de policía se encargaba de vigilarlos, aunque no servía de nada porque la «última generación» de caimanes era más astuta que las autoridades y, cuando se cansó de los aligatóridos, se dedicó a improvisar enredos cada vez más incongruentes, como el del capitán del Cyclone, Tom Ballou, un tipo tan mentiroso que, si le hubieran podido sacar las mentiras del cuerpo —dijo—, habría encogido hasta ser no más grande que un sombrero.

El embaucador, aún metido en su papel de listo intentando engañar a un tonto, terminó descubriendo que la situación se parecía más a la de dos Ballou tomándose el pelo. El timonel lo había reconocido al instante y, al final, abandonó la farsa y le concedió el deseo de llevar el barco, cosa que Twain hizo con pericia. Había olvidado partes del río, no sus artes de navegante: el Gold Dust se dejaba pilotar con tanta facilidad como el Cyclone del capitán de las mentiras, es decir, con tanta como «contar los votos republicanos en Carolina del Sur», en palabras de Styles. Lo que no hizo ninguno fue discutir sobre lo que se ocultaba bajo las referencias al Partido Demócrata y el Republicano, que en aquella época estaban —detalle importante— invertidos, porque el antiesclavista había sido el segundo y el condescendiente con la esclavitud, el primero. Desde luego, todo el mundo se puso a hablar de la guerra cuando se aproximaron al lugar de la batalla de Belmont (1861); pero hablaron sin acritud y noveleramente, como el propio Twain en La historia privada de una campaña que fracasó. Walt Whitman lo había expresado así en Paz, alejándose de los duros artículos de su Memorándum: «Todo ha pasado; todo parece ahora un sueño». La diferencia estaba en que Twain, más escéptico, más coherente en su antiracismo y menos proclive al entusiasmo sistémico que Whitman, dejaba los sueños para la ficción. En lo tocante a los cambios sociales, nada superaba el fin de la reyerta entre los Darnell y los Watson, que se habían estado matando antes, durante y después del conflicto militar «en la región del Sur donde más enérgicamente florecían las vendetas», según le contó un viajero; y, en cuanto a los cambios estructurales, ninguno era tan definitivo como el de la localidad de Napoleón, como descubrió Twain cuando quiso desembarcar en ella tras una pelea y el capitán rompió a reír porque el barco estaba encima en ese momento. Al parecer, el río Arkansas se la había llevado por delante años atrás y la había arrastrado al Misisipi con todos sus edificios, desde los bancos y las iglesias hasta la cárcel, el teatro y las sedes de los periódicos.

«La ley del pasado no se puede eludir», había escrito Whitman en Pensando en el tiempo (1885). Como dije antes, Twain llevaba dos décadas alejado del Misisipi; concretamente, desde su brevísimo paso de dos semanas por la milicia confederada de los Marion Rangers y su huida posterior a Nevada, casi premonitoria de la anhelada huida a territorio indio de uno de sus grandes personajes, Huck Finn. Durante ese tiempo, la expansión de la industria y la aceleración de los avances científicos (las «maravillas de una maravillosa época», diría Twain a Whitman en su carta de mayo de 1889) habían abierto caminos nuevos y, por supuesto, ocultado paisajes enteros tras la alta figura del desarrollo; pero, aunque algunos pasados estuvieran tan muertos como Napoleón —de la que sólo sobrevivió la campana de la iglesia católica, que acabó en McGehee—, otros seguían lamentable y discriminatoriamente vivos: por ejemplo, cualquiera habría dicho que la mayor verdad política de la Guerra de Secesión había sido la resolución Crittenden—Johnson (julio de 1861), aprobada por la práctica totalidad del Congreso de los EEUU, donde se había afirmado que el objetivo de la guerra no era liberar a nadie, sino «defender y mantener la supremacía de la Constitución y preservar la Unión». Por suerte, la literatura es menos cínica que la Historia, y tarda bastante menos en permitir que Rosa Parks pueda seguir legalmente sentada en un autobús, porque los grandes autores como Twain no suelen escribir sin partir también —por así decirlo— del verso que sigue al ya citado del autor de Hojas de hierba: «La ley del presente y el futuro no se puede eludir». Esa es la razón de que el río de Twain contraponga los recuerdos del joven impresor y piloto y las crónicas del escritor, periodista y ex minero adulto sin enfrentamiento o reconciliación de ninguna clase. Para entender el mundo, hay que fundir los dos versos de Whitman y, si procede —y, para Twain, siempre procede— añadir la advertencia final de la estrofa a la que pertenecen: «la ley de los borrachos, los delatores y los mezquinos no se puede eludir... ni un ápice».

Quien busque en La vida en el Misisipi algo más que el Misisipi de la época y al propio Mark Twain, lo encontrará sin duda; muchas de las raíces culturales de los Estados Unidos —no sólo de Dixie—, cruzan sus páginas; pero, quien pretenda encontrar relaciones directas entre las causas de entonces y las de ahora, cometerá un error no menos injustificado que el de intentar encontrar al Twain de los Marion Rangers, al enemigo radical de los zares o al activista de la Liga Antiimperialista estadounidense. Si el río fluye, qué decir de la política y las sociedades; si engaña aquí y allá, qué decir de las distancias históricas. El tiempo es tan mentiroso como el capitán Tom Ballou y, cuando no miente él, porque a veces no miente, la distorsión de los contextos impide ver precisamente lo que no ha cambiado, lo que ha cambiado y hasta el verdadero valor o la verdadera adscripción ideológica de un personaje, una persona, una obra. Las ironías del piloto Styles sobre demócratas y republicanos no tienen sentido sin la inversión ya reseñada, muy anterior a la que se produjo entre las presidencias de Lincoln y Franklin D. Roosevelt; las posiciones de Twain y Whitman —leales a Lincoln los dos, pero con Whitman cerca del «destino manifiesto»— no encajan con lo que cabe esperar de un sureño y un norteño desde las simplificaciones actuales; la aparentemente marginal presencia de la Guerra de Secesión, tan de incógnito como Twain en gran parte del viaje, no implica ocultación en modo alguno. Sea como sea, nadie en su sano juicio discutiría que leer es una ocupación traidora per se y, en cualquier caso, todo es solventable en una segunda, tercera o vigesimocuarta lectura; por lo menos, mientras no se cometa el pecado de los turistas de La vida en el Misisipi ante las regiones nuevas de río arriba (y un libro siempre es región nueva): que «subían y bajaban de San Luis a Nueva Orleans y luego volvían a casa» creyendo que no había «nada más que ver». 




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