Un hotel de lujo en Gaza en Gaza

Daniel se despertó con el ceño fruncido y el flequillo revuelto, la boca seca y el cuerpo sudoroso. Una mala noche la tiene cualquiera. Pensó que enseguida olvidaría el terror nocturno porque le esperaban sobre la mesa del desayuno dos huevos y abundantes lonchas de panceta que deglutió en un pis pas. La prensa de la mañana, con noticias que ya conocía desde la medianoche del día anterior, no podía borrar de su mente el agobio de las pesadillas nocturnas. Revivió angustias de la infancia que su subconsciente había guardado a buen recaudo en lo más profundo de su mente, con el desprecio y las humillaciones sufridas por aquel niño criado en el barrio de Queens e internado muy pronto en una academia militar. El joven Daniel se había criado en un ambiente de gran exigencia que fue moldeando su personalidad como un hombre que necesita el triunfo para reafirmar su identidad. La noche agigantaba, convertidos en fantasmas amenazantes, las constantes exigencias de su padre, un estricto emprendedor de la construcción que le enseñó a sus hijos la necesidad de triunfar porque fuera del éxito todo es fracaso. Las burlas de sus hermanos mayores y la indiferencia mortificante de sus compañeros de juegos regresaron aquella noche como una losa asfixiante. No era nada, no era nadie y volvía a sentir el miedo infinito a todo y a todos, reviviendo escenas dolorosas del pasado, fracasando, una y otra vez, como cualquier mindundi. Afortunadamente, todo había sido un mal sueño, se dijo mientras iba espabilándose. Saltó a la ducha logrando encerrar de nuevo a los fantasmas bajo la alfombra de su exitosa realidad.

Dejó sus aposentos rápidamente, espantó sin contemplaciones con su mano expedita a toda la camarilla que le asaltaba por los pasillos con papeles, propuestas, consejos y demandas. Cuando tomó posesión de su trono, se sintió de nuevo poderosos y a salvo de los malos augurios. Presionó el botón de la Coca-Cola Ligth y empuñó la gruesa pluma negra, dispuesto a empezar la jornada con nuevos bríos, dictando órdenes, ordenando diligencias y rubricando decretos al por mayor. Sus acólitos intentaron sin éxito informar al emperador de los trámites preceptivos que debía contemplar antes de la puesta en marcha de medidas que pondrían patas arriba el orden mundial, la economía y los equilibrios geopolíticos. No quiso ni escuchar detalles geográficos, estados de opinión o nimiedades como previsiones climatológicas catastróficas. “¡Qué les den! Ahora sabrán quién manda aquí. Los voy a hacer ricos, así que no se quejen”. Tomó un largo trago de su bebida preferida y se zampó un sandwich de carne para seguir la febril actividad propia de su cargo.

Agotado -porque los años no pasan en balde- se recostó unos minutos en el confortable sofá del despacho tras ordenar, tajante, su habitual “Non disturb”. Cuando el sueño se apoderó de él, volvieron los terrores a asaltar su espíritu. Al contrario de lo que había previsto, todos los mandatarios del planeta se levantaron contra él para impedir la colonización de Iberoamérica y Gaza. China y Rusia encontraron aliados en Oriente Medio para desencadenar guerras con consecuencias nucleares que alcanzaron a una parte del territorio de los Estados Unidos. Su familia fue secuestrada por fundamentalistas islámicos que habían conseguido instalarse en Philadelphia donde sembraban el terror, ejecutaban, encarcelaban o expulsaban a los habitantes norteamericanos y prohibían el uso del inglés. En el breve sueño, todas estas catástrofes se sucedían a gran velocidad y él se sentía paralizado sin poder hacer nada porque no controlaba sus músculos y no tenía la pluma ejecutora a su alcance. Tampoco existía X ni los medios de comunicación que habían desaparecido en enfrentamientos mutuos. “¿Dónde estaba Elías y sus amigos tecnólogos?”, se preguntaba.

Una estruendosa llamada del teléfono rojo lo sacó de su pavoroso sueño. Afortunadamente, su amigo Benjamín lo devolvió a la realidad con palabras amables, complacientes y tranquilizadoras para informarle de que todo estaba bajo control y los planes seguían su cauce como ambos habían previsto. Volvía a estar en forma, dispuesto a dar de nuevo rienda suelta a su furor destructivo con la camarilla de colaboradores de obediencia debida. Un par de horas después, se tomó un respiro para mojarse la garganta con un sorbo del refresco y engullir una hamburguesa por almuerzo, mientras se relajaba con su entretenimiento favorito: la construcción de casas, torres, resorts, casinos y ciudades con su juguete de arquitectura predilecto, Exin Block.

Una rueda de prensa, varias copas, una corta cháchara con amigos y alguna belleza en el bar de su campo de golf completaron el día, que terminó de nuevo en su trono con nuevas obligaciones laborales salpicadas de firmas, amenazas y algún que otro insulto. Antes de acostarse, puso la tele, revisó su cuenta de X y charló un rato con su querido Elías, especialista en quitarle las penas a base de chistes e ideas brillantes para poseer el mundo. A punto ya de meterse en la cama, pidió una pastilla para dormir, temeroso de que las angustiosas pesadillas regresaran a su espíritu. Enseguida, cayó rendido en total desconexión con el mundo. Pero no pasaron ni diez minutos cuando sintió que alguien le zarandeaba con violencia y, ante sus protestas, le amenazó expulsándolo a patadas de su refugio. “Bum, dirty bum, get out of here” (“Vago, sucio vagabundo, largo de aquí”), le gritaba en un inglés deficiente una mujer morena enjoyada y envuelta en sedas. Huyó a toda prisa. Hacía mucho calor, se sintió sudoroso y harapiento, iba descalzo y con las greñas de su melena enmarañadas. 

Daniel estaba perdido y desorientado. Escuchó risas de niños y se acercó al lugar de donde provenían; era una magnífica playa donde algunas familias dormitaban en las tumbonas, jugaban en la arena, disfrutaban con deportes acuáticos en el mar o chapoteaban en una magnífica piscina infinita del hotel resort que se elevaba, lujoso, junto a la costa. No pudo identificar ni entender el idioma que hablaban los veraneantes y buscó a alguien a quien preguntar. Rodeó el edificio y, junto a las basuras, un hombre joven y moreno que hablaba su idioma le increpó: “Ya está bien, Daniel, hace horas que tenías que limpiar todo esto. Date prisa, lleva estos desperdicios al camión y corre a fregar los retretes de la primera planta que ya se te hace tarde”. 

Como no le quedaba más remedio, cumplió las órdenes recibidas y cuando desatascaba un inodoro de los baños del lobby, escuchó las noticias en la televisión. El presentador hablaba en árabe, pero como era una emisión internacional, pudo enterarse de lo que decía por los subtítulos en inglés. “El expresidente norteamericano continúa en paradero desconocido, la Corte Penal Internacional mantiene activa la orden de detención por genocidio; la ONU y la Liga Árabe se han pronunciado a favor de su persecución y, de común acuerdo, han dictado un comunicado a favor de una paz duradera en Oriente Medio entre Palestina e Israel; el nuevo Gobierno de los Estados Unidos ha anulado todos los decretos suscritos por el mandatario huido y varios jueces han ordenado su busca y captura. Se desconoce el destino de su familia y no se le conocen amigos. Les informó Mohamed Abdelatif, desde Ciudad de Gaza”. Al concluir el informativo, Daniel volvió al desatascador y al retrete con aspecto pensativo. “I wish I could go back”. Se le oyó susurrar. “No puedes volver atrás porque estamos en Navidad”, replicó esta vez la voz de su esposa, Amelia, que sacudía el hombro de su marido con ánimo de despertarlo. Se hacía tarde y debían acudir juntos al ala oeste para posar ante la prensa con los regalos del árbol de Navidad.