La escritora Silvia Nanclares hace hablar al barrio que sacó vida bajo el ladrillo
La novelista retrata la Transición y los 80 en un collage protagonizado por su distrito madrileño, Moratalaz, vecinas en pie de guerra, constructoras voraces, hambre de cultura y el Pirulí como ángel de la guarda de la democracia
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Algunas palabras del primer párrafo del nuevo libro de Silvia Nanclares (Madrid, 1975) nos sitúan en tiempo y lugar. Un cuco de bebé, el vestido camisero evasé de una madre cuyas merceditas recogen polvo a cada paso. Estamos en 1976 en un barrio del este madrileño, Moratalaz para más señas. Y Maribel, con una ilusión que vence su momentáneo agobio, está en una manifestación vecinal de cuando se tenía que gritar por casi todo: colegios, transporte, zonas verdes y, ya puestos, salarios que no temblasen a cada compra, que incluso hubo que pelear que el pan pesase lo que costaba. Ahí, cuando la barra se llamaba pistola y se medía en estas el tamaño de cada hogar, Nanclares arranca Nunca voló tan alto tu televisor, su Episodio Nacional de la serie publicada por Lengua de Trapo y Círculo de Bellas Artes.
Collage de protagonismo coral, el libro se organiza en torno a tres polos, cuenta la autora. Su propio barrio de Moratalaz, la inmobiliaria Urbis encargada de construir buena parte de sus viviendas y la aparición de la torre de telecomunicaciones de RTVE, el Pirulí. “Empecé a generar escenas que fueran representativas de cada parte. La historia pasó de tener un protagonismo más personal a que fuera el suelo el protagonista. Supe entonces que debía haber muchas voces. Además, eso es un poco lo que tienes en un barrio donde hay gente. Yo me he criado con la sensación de ser una persona más entre el mogollón. Soy como soy porque he vivido aquí, pero aquí soy una gota de agua. ¿Qué justicia voy a hacer en primera persona a un relato que es colectivo? No me parecía honesto contar la historia de un barrio a través de la vida de una sola persona. Escribirlo ha sido un poco antídoto contra el ‘yo’ sin tampoco buscarlo”, explica Nanclares.
La historia de Moratalaz es reciente. Hasta casi la década de los 60 fue una dehesa entre Ciudad Lineal y Vallecas en la que Urbis empezó a levantar en la nada bloques para clases trabajadoras medias que la dictadura llamaba profesionales. Se llenó de familias jóvenes que facilitaron que fuera conocido como “el barrio del chupete” y se publicitaba como una “ciudad completa”, pero Franco murió y allí había más accesos atascados que escuelas y una promotora empeñada en seguir edificando a costa de cualquier equipamiento público. “La premisa de Urbis era primero construir y luego urbanizar. Hicieron lo primero pero nunca lo segundo. Todo lo que de barrio había en Moratalaz antes de la alcaldía de Tierno Galván se lo curró la gente. Urbis no solo no hizo servicios públicos, sino que en los solares destinados a ello quería seguir construyendo”, cuenta la escritora.
“Las Lonjas —prosigue en alusión a una zona de hostelería entre pisos— están robadas a un parque que iba a haber ahí. Lo mismo pasó con el colegio. El vecindario frenó la construcción de más casas porque veían que esto no era un barrio, sino viviendas, y un barrio no es solo eso. La casa es fundamental, claro, pero el barrio es fruto de la lucha vecinal. Creo que la gente no tiene esa autoestima. Aprendamos de esas luchas y de sus resultados. Hay gente que no siguió politizada, porque con la llegada del PSOE todo se relajó. Pero otra sí y sigue militando”.
La Transición dejó en la hemeroteca a la UCD rechazando regular guarderías porque los niños debían estar en contacto con su madre. Pero también se llevó a cabo un cambio de modelo educativo. Del memorístico y segregado del régimen a la entrada de una nueva hornada de docentes, el empuje de la participación de las asociaciones de padres o la opción de cursar Ética como alternativa a la Religión. “Tuve algunas profesoras con una visión de la educación como evangelización laica y herramienta de emancipación. Había una concepción del colegio como espacio sociocomunitario. Pero también había, que tuve alguno, ejemplares franquistas. Normalmente, esa rémora autoritaria la formaban hombres, y mayores. En las profes más jóvenes sí estaba ese activismo de la educación”, afirma Nanclares. Desde las ventanas del colegio de la autora se veía pasar rebaño ovino hasta mediados de los 80.
“Me gustas más que las ovejas”. En el libro, la niña Susana se declara así al Pirulí. El edificio Torrespaña, mole de hormigón inaugurada para el Mundial 82, está en los distritos acomodados de Salamanca y Retiro, pero se ve muy bien desde Moratalaz. Protagonista de su libro, también lo fue de la niñez de Nanclares. “Tenía una presencia fantasmagórica. Para mí, era una nave nodriza. Un edificio marciano que aparecía en el horizonte y representaba el futuro, el fetiche de la televisión y la luz nocturna. En el libro es el icono de una sociedad tecnológica con nuevas formas de relacionarse encarnadas en ficciones o programas culturales. La tele constitucional como servicio público instruía y mostraba maneras de ser. O de cómo queríamos ser. Era un proyecto de país, el momento de la posibilidad y una herramienta de control como símbolo del Estado. Que estuviera cerca de tu casa te hacía existir”.
La escritora define como “flipe por la tele” la atracción que muchos peques de los 80 sentían por lo que no pocos adultos dieron en llamar, sin éxito para neutralizar su magnetismo, la caja tonta. “En el proceso de documentación he encontrado manuales de cómo ver la tele con tus hijos. Los discursos de miedo a la tecnología son cíclicos. La tele nos hacía tener una vida, que es también un poco lo que te da internet, la posibilidad de tener muchas vidas. También nos aburríamos mucho. Tú hoy te tiras en el sofá y estás feliz, pero para un niño un día es muy largo. La parte chula de la tele es que solía ser compartida, todo el mundo estaba mirando lo mismo”, reflexiona. En ese catódico inquilino del salón pudieron los españoles ver dos escenas que aparecen también en el libro de Nanclares: el entierro de Tierno Galván y el apagón de la señal de RTVE al inicio de la huelga del 14 de diciembre de 1988. Ambas, con Pilar Miró en un papel destacado.
Nanclares explora un periodo marcado por la relevancia de la cultura como valor social. Fue tiempo de coloridas campañas de iniciación a la lectura bajo el reclamo de que un libro podía ser mágico y el mejor amigo de un niño. Una promesa de diversión y aprendizaje que a veces se entendía a la perfección con la tele, como en el caso de la enciclopedia Ábrete, Sésamo inspirado en el popular programa de Espinete. A primeros de los 70, la Biblioteca Básica Salvat-RTV había llevado clásicos de Galdós, Dostoievski o Matute mediante precios asequibles a muchos hogares. Un impacto multiplicado en democracia por el Círculo de Lectores. Cada sábado, sus comerciales repartían los pedidos que había hecho por catálogo el hasta millón de socios que llegó a tener. Astérix, Duras, Kundera o Highsmith entraban en casas donde quizá no había para lujos, pero en las que se leía.
“Y las bibliotecas —apunta Nanclares—. Nunca me hubiera dedicado a escribir si no fuera por la del barrio. De pequeña, iba todos los viernes con una amiga a sacar libros del Barco de Vapor o de Alfaguara. Lo vivíamos como niños, acríticos, pero a la vez nos daba unos cimientos que generaciones anteriores no habían tenido. Fue un poco el nacimiento de la infancia: programas, colecciones de libros, bibliotecas infantiles. Las campañas de fomento de la lectura eran muy alegres. Una de las patas del proceso de Transición estuvo en la cultura. De los 90 nos llega una imagen de la cultura muy pasada por el neoliberalismo, pero yo recuerdo, unos años antes, una cultura menos relacionada con el consumo y sí con el derecho. Una conquista. En Moratalaz hubo hasta un cineclub. En las casas era habitual ir construyendo la enciclopedia como un ritual, llegaba un señor y le pagabas la entrega. Ocupaba un lugar físico y privilegiado en el salón al que tú ibas a buscar el conocimiento. Hubo una utopía vehiculada por la cultura. Y creo que a la vez poco esnobismo. La cultura no era para dártelas, sino una conquista”.
A escasa media hora caminando desde el colegio de la Susana de Nunca voló tan alto tu televisor, el Pirulí funciona, en esta ficción y en los recuerdos de su autora, como símbolo aspiracional. En medio, la autopista M-30. “Era lo que estaba al otro lado, la evidencia de que había más ciudad, el principio de algo”, señala Nanclares. “Mi familia, además de en Moratalaz, vivía en Santa Eugenia, Usera o Caño Roto.
¿Lo que se echa de menos cuando vemos Cachitos es un contexto en el que todavía parecía funcionar el ascensor social? “Creo que se han vivido cosas que eran bastante excepcionales y las hemos tomado como que eso era lo que podía pasar para bien —responde la escritora—. En el libro he querido huir de la nostalgia. No quería edulcorarlo con personajes que mal que bien van sorteando la Historia. En Maribel, por ejemplo, hay unas contradicciones fuertes: ‘vengo de una familia popular, he estado luchando por el colegio de mis hijos, de repente empieza a entrar dinero en casa y me enamoro de un piso de cuatro habitaciones con calefacción central, ¿eso en qué me convierte?’. El pecado original del neoliberalismo es que cada cual empieza a pensar en uno mismo. A Maribel deja de importarle lo que pasa en su barrio porque a ella le va bien, pero no puede olvidarlo porque ella ha conocido la potencia de lo comunitario. Con la llegada del PSOE al Gobierno también hubo un poco de sensación de ‘ya está, ya hemos llegado’. Hay una generación de nacidos en los cuarenta que creo que tuvo resabios de carestía anterior pero también el impulso de mirar hacia adelante. Ese conflicto me interesaba, el de una clase media a la que le va bien y abandona las luchas que tenían más que ver con su parte trabajadora y encarna lo aspiracional”.
Aunque algunos lugares parezcan construidos sobre la nada, esta es relativa, subraya la autora. “En ella también hay fuerzas históricas”. No hablamos de He-Man o el petisuís, promocionado con el gancho de que “en proteínas, alimenta como un bistec”. Un barrio como el de Nanclares se publicitó, de cara a las mujeres, con eslóganes de sociabilidad tipo “ya tengo muchas amigas en Moratalaz” que buscaban un efecto llamada. Muchas de ellas, en la realidad, formaron parte del poco verbalizado concepto de Madres de la Democracia. No escribieron ninguna carta magna. Tampoco les sobraba tiempo. “Sostuvieron. Los narradores de la Historia han sido hombres, pero aquí hubo asociaciones de amas de casa, es decir, erigidas en sujeto político, las que luego fueron denostadas como marujas. Esas tías estaban haciendo barrio. Eran las que lucharon por las guarderías, las que estaban en la puerta de los coles”, concluye la escritora. Y lo confirma Víctor Manuel, en la canción que da título al libro, cuando canta “mantengo el equilibrio porque tengo red”.