Yo también habría borrado mi móvil
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El doble rasero es tan evidente como demencial. Para investigar una supuesta revelación de secretos, el Tribunal Supremo ha revelado datos privados y protegidos del fiscal general y de decenas de personas más; de otros ciudadanos que no están imputados, que no están acusados de nada, que ni siquiera son testigos en este caso y que tienen el mismo derecho a la intimidad y a la protección de sus datos personales que el muy honorable defraudador confeso que vive con la presidenta de la Comunidad de Madrid.
El juez del Supremo Ángel Hurtado ha difundido la dirección donde vive el fiscal general. Y la casa de su escolta. Y la de una vocal del Consejo General del Poder Judicial. Y la de varios fiscales. Y sus números de teléfono personales. Y los de varios periodistas. Todos ellos, datos completamente inútiles para la investigación. Todos ellos, datos que Hurtado debería haber protegido.
Te resumo lo ocurrido, por si no estás al tanto. En esa anómala instrucción penal que ha puesto en marcha el Tribunal Supremo contra Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, el juez Hurtado pidió a las compañías telefónicas dos cosas. La primera: las llamadas del fiscal general entre el 7 y el 14 de marzo de 2024 –la exclusiva de elDiario.es sobre el fraude de la pareja de Ayuso se publicó el 12 de marzo–. La segunda: todos los números IMEI, un código que identifica a cada terminal de teléfono, que se conectaron a la línea del fiscal general durante los últimos cuatro años: desde noviembre de 2020 a finales de 2024.
Al parecer, el objetivo de Ángel Hurtado al pedir los números IMEI era conocer cuántas veces ha cambiado de teléfono el fiscal general. Pero el resultado ha sido un informe de la Guardia Civil que va muchísimo más allá, y que incluye todos los datos brutos: no solo los números IMEI sino también la fecha y hora de todas las conexiones digitales del teléfono del fiscal general durante diez meses, entre 2023 y 2024. Más de 240.000 registros. Y no fueron aún más porque las compañías telefónicas solo tienen la obligación legal de guardar los datos del último año de cada uno de sus clientes.
La utilidad de toda esta información ha sido escasa. Del análisis de las llamadas de Álvaro García Ortiz durante los días en los que se produce esa filtración no salió lo que los detractores del fiscal general esperaban: entre el 7 y el 14 de marzo de 2024, Álvaro García Ortiz solo habló con un periodista… que trabaja en La Razón.
La Guardia Civil hace también otra cosa más que cuestionable: solo identifica en su informe a algunas de las personas con las que se comunicó en esos días el fiscal general, pero no a todas. Por ejemplo, omite que una de ellas es el fiscal jefe de la Fiscalía Anticorrupción, Alejandro Luzón, que se libra de esos problemillas que hoy sí tiene el fiscal responsable de Protección de Datos –qué ironía–, del que la Guardia Civil desvela hasta la dirección de su casa. O la fiscal Dolores Delgado, cuyo número sí es mencionado expresamente en el informe.
Por supuesto, al periodista de La Razón no se le nombra. A diferencia de lo que ocurre con el periodista de la SER Miguel Ángel Campos, que telefoneó al fiscal general pero no logró hablar con él porque no le cogió la llamada.
Pero lo verdaderamente grave es lo que ocurrió después con estos informes. El juez Hurtado trasladó toda esa documentación innecesaria, en bruto, a todas las acusaciones populares allí personadas. A todos los ultras, sin eliminar antes los datos protegidos e irrelevantes para la investigación judicial. De ahí se difundió por todas las redacciones españolas. Ahora circula por medio Madrid.
Fue cuestión de horas que varias de las personas afectadas por esta filtración de datos empezaran a recibir llamadas extrañas. La mayoría ha tenido que cambiar de número. Ya hay una queja formal por lo ocurrido ante el Consejo General del Poder Judicial. Ya hay también una orden del Ministerio del Interior para aumentar la seguridad de la casa del fiscal general. Y lo que sí es seguro es que no habrá un proceso judicial que investigue esta revelación de secretos. Filtraciones hay todos los días. También en el Supremo. También en la Sala de lo Penal –que filtró la sentencia más importante de las últimas décadas, la del procés, y no pasó nada–. Estas cosas solo se investigan cuando el denunciante es don Alberto González Amador.
No es ni siquiera la primera vez que pasa en esta misma instrucción. En diciembre, la pareja de Ayuso planteó investigar las comunicaciones telefónicas de varios periodistas, incluyendo a cuatro de elDiario.es. Incluyéndome a mí. El escrito que presentó su abogado ante el Supremo expone mi número de teléfono –cabe preguntarse de dónde lo sacó Alberto González Amador, que esa es otra–. Por supuesto, el juez Hurtado también lo difundió entre todas las acusaciones populares, sin protegerlo.
Meses más tarde –afortunadamente– Hurtado rechazó esa pretensión de la pareja de Ayuso. Así que, por ahora, mis comunicaciones telefónicas siguen al margen de esta instrucción penal. Tampoco he tenido que declarar como testigo. Pero tengo claro algo. Si me viera inmerso en una situación parecida, también borraría mi teléfono, como hizo el fiscal general, Álvaro García Ortiz, cuando supo que el Supremo ponía en marcha una investigación contra él.
Tengo la certeza de que Álvaro García Ortiz no filtró información alguna sobre Alberto González Amador. Lo sé a ciencia cierta, por una razón: porque conozco cuál fue la verdadera fuente. Nunca la revelaré, como nunca lo hacemos: es mi derecho al secreto profesional. Pero sí puedo asegurar que el fiscal general del Estado no fue nuestra fuente. Así se lo dijo también nuestro compañero José Precedo al propio juez; un testimonio que Ángel Hurtado ha decidido ignorar, igual que hizo con el de otros periodistas.
Y sí: si me investigaran de algo de lo que soy inocente también borraría mi teléfono, como hizo el fiscal general. Por dos motivos: porque es mi derecho y porque es mi obligación.
Mi derecho, porque los teléfonos móviles hoy son nuestra vida. Allí está toda nuestra intimidad.
Lamentablemente –todos los periodistas lo sabemos– los juzgados españoles no siempre son cuidadosos con la información que obtienen. He leído demasiados sumarios como para saber que vuelcan todo: la vida privada también. Lo que tiene interés para la investigación judicial y lo que no lo tiene. Que abran tu teléfono y muestren su contenido íntegro es lo más parecido a esa condena que recibió Cersei Lannister en uno de los episodios de ‘Juego de tronos’: que te obliguen a caminar desnudo por medio de una ciudad.
Pero proteger el contenido de mi teléfono no solo es mi derecho. En mi caso, también es mi obligación. Como periodista y director de un periódico, casi cada día tengo acceso a información sensible o privada de otras personas, que debo proteger. No publicamos todo lo que nos llega: somos muy cuidadosos y respetuosos con los límites del derecho a la información. Pero sí accedemos constantemente a datos delicados y que afectan a terceros.
Además, tengo una obligación profesional: proteger a mis fuentes. Y muchas de ellas están en mi teléfono, como en el de cualquier periodista.
En cuanto al fiscal general, su vida personal es igual de íntima que la de todos los demás. Tiene el mismo derecho a protegerla. Pero es que además tiene una obligación profesional que va mucho más allá. De hecho, pocas cosas son más sensibles que la información que maneja un fiscal general.
El máximo responsable de la Fiscalía –que actúa como un cuerpo jerárquico– tiene toda la información de las principales investigaciones secretas que están en marcha en España, o que pueden ponerse en marcha. Contra terroristas, contra políticos, contra empresarios o incluso contra jueces. O contra la propia Policía o la Guardia Civil.
Por ejemplo, hace unos meses se detuvo al inspector jefe de Antiblanqueo en Madrid, que escondía varios millones en fajos de billetes en su casa. Hay otros casos recientes de guardias civiles corruptos a los que sobornan los narcos de Algeciras. No se sabe si hay más causas secretas en marcha contra la corrupción policial. Ni se debe saber. Desde luego, habría sido un disparate que esa información tan delicada fuera incautada del móvil del fiscal general por la propia Guardia Civil.
Pero es que además el fiscal general tiene relación con los sistemas judiciales y las fiscalías de medio mundo. Tiene acceso a secretos de Estado, y no solo de España. A cuestiones que afectan a la diplomacia y a la seguridad nacional. Mucha información que el fiscal general está obligado a proteger.
En su caso, además, esa obligación no es solo moral: es legal. La directiva europea de protección de datos es bastante clara: tienes que eliminar toda la información sensible de tus dispositivos electrónicos una vez que dejas de necesitarla. Esta directiva tiene después su traslado a distintos reglamentos, también en la propia Fiscalía, que obliga a hacer lo mismo: a borrar datos regularmente. A eliminarlos cuando cambias de teléfono o de ordenador.
Quienes comparan el borrado del teléfono móvil del fiscal general con la destrucción del disco duro del ordenador de Luis Bárcenas olvidan algunas cosas importantes. La principal: que esa destrucción a conciencia –a martillazos o con un objeto punzante– se hizo después de que la Audiencia Nacional ordenara al PP que entregara ese ordenador. Lo llevaron al juzgado sin el disco duro, en una actuación que solo te puede salir gratis en España si eres del PP. Fue una destrucción de pruebas en toda regla, después de que el juzgado las pidiera. En el caso del fiscal general, no había ninguna orden ni diligencia de ningún juzgado que le obligara a guardar o entregar nada.
La propia idea de que cualquier ciudadano no pueda nunca borrar lo que guarda en sus dispositivos electrónicos, por si algún día el Estado quiere mirar qué hay ahí, es profundamente autoritaria. Es el Gran Hermano orwelliano.
Las leyes que permiten a los juzgados investigar el pasado digital de las personas –por ejemplo, la que obliga a las compañías telefónicas a guardar un año de todos los datos de cada cliente– ya son de por sí bastante intrusivas y se pusieron en marcha con la excusa del terrorismo. Para investigar delitos muy graves. No para algo tan menor como esta supuesta revelación de secretos que se inicia –nunca hay que olvidarlo– porque el propio Alberto González Amador lo revela. Es una investigación que está pisoteando más derechos que la excusa con la que se abrió.
Fue la pareja de Ayuso, con la ayuda de Miguel Ángel Rodríguez, quien primero desveló que existían unas negociaciones con la Fiscalía para evitar que fuera a prisión. Fue él quien se lo contó a los medios de comunicación, de forma parcial y manipulada. El secreto lo difundió él.
El juez Hurtado se ha negado a que Alberto González Amador, el propio querellante, sea llamado a declarar. Algo inexplicable. Algo muy anómalo. Y que solo se entiende porque su manera de instruir es inquisitorial: en vez de intentar aclarar los hechos, ha decidido que Álvaro García Ortiz es culpable. Por eso se niega a cualquier diligencia que pueda desmontar esta tesis. Por eso también ignora toda prueba que cuestione su teoría.
Estoy seguro de que el juez Ángel Hurtado mandará al banquillo de los acusados al fiscal general, en clara contradicción con esos argumentos tan garantistas que utilizaba el mismo Hurtado cuando no quería citar como testigo en la Audiencia Nacional a M. Rajoy. Todo lo que ha hecho va en una única dirección: llevar a juicio al fiscal general. Y estoy también seguro de que, más tarde o más temprano, otras instancias judiciales –Europa o el Tribunal Constitucional– desmontarán la injusticia que hoy está cometiendo el Tribunal Supremo.