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La Posada de la Sangre

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Nada extrañamente, no en un país donde artistas como María Teresa León se habían convertido en «soldados» de la República de las Letras, la guerra terminaría siendo un lapso entre las premonitorias muertes de dos gigantes de su literatura y su conciencia

Aquel día, el condestable de la Orden de Toledo no estaba para bromas, si es que lo estaba alguna vez; había fundado la Orden «después de tener una visión» etílica en el claustro de la catedral, que lo llevó a entrar en los Carmelitas «no para hacerme fraile, sino para robar la caja del convento» (Mi último suspiro) y, como tantas veces, había ido a la ciudad de las tres culturas con varios de sus compinches. Además del propio condestable, un tal Luis Buñuel, la Orden tenía un secretario, caballeros fundadores y otros títulos no del todo irrelevantes, con sus obligaciones asociadas; por ejemplo, ser caballero implicaba amar Toledo «sin reserva, emborracharse por lo menos durante toda una noche y vagar por las calles», porque «los que preferían acostarse temprano» solo podían ser escuderos y, en cuanto a los demás, ni eso. De vez en cuando, llegaban en tren, se alojaban en la hoy desaparecida Posada de la Sangre —por ser el lugar donde, según se creía, había escrito Cervantes La ilustre fregona— y tenían su particularísima noche toledana. En una de esas, el grupo se cruzó con varios cadetes del Alcázar, que espetaron a uno de los caballeros de la Orden, María Teresa León: «rubia, me la comería a usted con traje y todo» (Memoria de la melancolía). «¿Qué? ¿Qué ha dicho ese animal de cadete?», bramó Manuel Ángeles Ortiz, escudero. Buñuel se «remangó la camisa» y avanzó hacia ellos; Alberti lo siguió y, tras un diálogo de nudillos, los cadetes salieron corriendo entre el aplauso de los vecinos. Por una vez, «los civiles habían cascado a los militares», comenta León en su indispensable obra; pero los derrotados se quisieron vengar, y los civiles escaparon de milagro «de la ira de toda la Academia de Infantería» por «la clandestinidad inesperada que abrieron para nosotros los toledanos», a través de un «Toledo misterioso» de puertas, rincones, patios, «manos indicadoras» y «sonrisas cómplices y recatadas».

La ira del verano de 1936 no fue tan leve. Los miembros de la Junta de Incautación del Tesoro Artístico, fundada el 23 de julio a iniciativa de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para proteger el patrimonio en peligro, estaban tan «sobrecargados de trabajo» que, cuando María Teresa León se acercó a su sede de las Descalzas Reales para advertirles de lo que podía ocurrir en Toledo si el combate del Alcázar se extendía, le rogaron que se hiciera cargo personalmente y salvara lo posible, cosa que desde luego intentó. En determinado momento, «comencé a sentir junto a mis pies algo así como piedrecitas que caían, como esquirlas que golpeasen el suelo. Eran las balas». La guerra los había alcanzado a ellos, a compositores como Rodolfo Halfter y Acario Cotapos y a pintores como Thomas Malonyay, quien rescató varios cuadros de El Greco en la provincia, como el San Francisco ante la Cruz del convento de monjas de Cuerva; todos, haciendo lo imposible por salvar lo posible. «En aquella ocasión», no tuvieron mucha suerte; tampoco la tuvo Emiliano Barral al intentar llevarse los Grecos de Illescas, que al final acabaron en los sótanos del Banco de España y hubo que restaurar; pero la experiencia contribuyó sin duda al éxito del traslado posterior de las obras del Monasterio de El Escorial y del Museo del Prado a Valencia, en el que también estuvo involucrada la escritora y directora de escena. De repente, y por circunstancias ciertamente excepcionales, los artistas tenían más peso en la dirección de los asuntos artísticos que los burócratas; la «política de hechos consumados», que diría más adelante el doctor Negrín en referencia a lo que estaban haciendo las potencias del Eje y el Comité de No Intervención, había obligado a las desbordadas autoridades a pedir ayuda a los creadores, que respondieron como el pueblo de Madrid en noviembre de ese año, a pesar de la enormidad del desafío. «Jamás soñé», confiesa León en Memoria de la melancolía, que entraría en el Prado con «un documento oficial autorizándome para empresa tan grande (…) Rafael se puso tan serio que sentí miedo al adivinar lo que pensaba: ¿Cómo vamos a poder cumplir lo que nos han ordenado?».

Ya no había Orden de Toledo; no la podía haber. Las bombas de la aviación alemana y los obuses de la artillería franquista caían día y noche sobre la capital y, aunque hacían una excepción con el barrio de Salamanca —tenían orden al respecto—, no respetaban nada más; ni siquiera Argüelles, en plena línea del frente, donde se encontraba el antiguo estudio de Zuloaga y Miranda que había sido residencia de León y Alberti durante varios años y lugar de encuentro para Bergamín, Petere, Hidalgo de Cisneros, Constancia de la Mora, Lorca y Carpentier, entre muchos otros: la casa de Marqués de Urquijo, junto al parque del Oeste; el lugar del que, en opinión de Neruda, procedía el nombre de una de las obras más conocidas del autor portuense, La arboleda perdida, hermana por motivos obvios de Memoria de la melancolía. Lo que no habían hecho los agentes del bienio negro, que la habían asaltado «convencidos de que un poeta no podía guardar más que ametralladoras y fusiles debajo de las rosas de su terraza», lo estaban haciendo los africanistas. Sin embargo, la inevitable metáfora de aquel ático con el tejado hundido y los libros empapados dio paso, por la revuelta que provocó, a «una maravilla de fraternidad, de comunicación, de paridad en los peligros», porque «había comenzado la defensa de Madrid» —dice en su autobiografía—, y el mundo de la cultura empezó a cambiar estructuras por su cuenta, aprovechando los múltiples vacíos. Revistas como El mono azul y el Boletín de Orientación Teatral, instituciones controladas por los creadores como el Consejo Central de Teatro (Renau, Machado, Cherif, etc.) e iniciativas como el Teatro de Arte y Propaganda y las Guerrillas del Teatro, que actuaban en retaguardia y el frente. María Teresa León estaba en todas ellas, en compañía de su esposo; y no solo en calidad de miembro, sino de fundadora, renovando las atrofiadas estructuras que tanto criticaba Max Aub. Nada extrañamente, no en un país donde artistas como ella se habían convertido en «soldados» de la República de las Letras, la guerra terminaría siendo un lapso entre las premonitorias muertes de dos gigantes de su literatura y su conciencia: Valle-Inclán y Antonio Machado, a quien León Felipe y Rafael Alberti tuvieron que presionar una y otra vez para que abandonara Madrid, contra su voluntad.

Décadas después, cuando pensaba en la casa de Marqués de Urquijo, María Teresa no se acordaba solo de los amigos desaparecidos, la España que dejó de ser y los grandes acontecimientos ligados a aquella época, sino sobre todo y muy ilustrativamente de la mañana en que Miguel de Unamuno se presentó a almorzar, les leyó «una de sus obras de teatro», terminó de comer, se quedó a tomar el té, se quedó a cenar y se marchó tras dejarles «una pajarita de papel» —en realidad, un búho— y recitarles un poema para uno de sus nietos. «¡Cuánto le gustaba hablar!», comenta; incluso más, al parecer, que a los increíbles habitantes de su siguiente domicilio, el antiguo palacio de los Heredia Spínola, sede de la Alianza de Intelectuales, en cuya biblioteca nació el Mono Azul. «No sé quién solía decir en mi casa: hay que tener recuerdos. Vivir no es tan importante como recordar», afirma en Memoria de la melancolía. La guerra se perdió y, con ella, todo lo que llevó a decir supuestamente a Azaña: «serán cien años»; pero, sean o no sean cien, es posible que la Historia de la cultura termine poniendo las cosas en su sitio, tan acostumbrada a las vueltas como está. Al fin y al cabo, las involuciones tienen algo de las chinches que corrían «por y en todas partes» en la anécdota de los dos enamorados de la Orden de Toledo, que su protagonista femenina concluye así: «¡Qué bien dormía Rafael con el pecho cruzado por cientos de animalitos buscando con frenesí el escondite de la poesía! No me hizo caso. Siguió durmiendo. Apagué la luz, bajé al patio y me puse a hablar con la ilustre fregona, única persona viva a aquellas horas en la Posada de la sangre».




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