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No es cuestión de relatos, sino de datos: el método CER funciona

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Los gatos están ahí. Ignorarlos no los hace desaparecer. En Córdoba, la Administración apostó por una gestión integral eficaz basada en Captura-Esterilización-Retorno (CER) y ha logrado reducir la población felina de forma ética y efectiva. En Canarias, en cambio, las trabas burocráticas han paralizado cualquier intento real de solución, perpetuando el problema. Si el CER funciona, ¿por qué algunos gobiernos siguen bloqueándolo?

Las poblaciones de gatos comunitarios, conocidos popularmente como “callejeros”, han formado parte de nuestros pueblos y ciudades desde hace siglos, en una convivencia inseparable de la sociedad humana. Durante décadas, las administraciones han gestionado esta realidad de dos maneras: ignorándola o eliminando a los gatos, con escasos resultados a largo plazo.

En la última década, ha tomado fuerza un enfoque distinto: el método Captura-Esterilización-Retorno (CER). Impulsado por entidades de protección animal y ayuntamientos pioneros, este sistema de control no letal ha demostrado ser la única estrategia efectiva para estabilizar y reducir estas poblaciones.

Con la entrada en vigor de la Ley 7/2023, conocida como Ley de Bienestar Animal, la gestión de los gatos comunitarios mediante CER se convirtió en un mandato legal en todo el territorio nacional. Sin embargo, a pesar de la evidencia científica y los resultados contrastados a nivel internacional, el método sigue siendo cuestionado, e incluso desafiado, por algunos sectores. Pero el problema no es el CER en sí, sino la falta de compromiso institucional para aplicarlo correctamente.

¿Cuántas veces hemos escuchado que el método CER no funciona?

Los argumentos en contra del método CER (acrónimo de Captura-Esterilización-Retorno) suelen repetirse como un mantra: que los gatos siguen cazando, que su población no disminuye lo suficientemente rápido, que la gestión de colonias es inviable o que es un “parche” sin solución definitiva. Pero todos estos cuestionamientos parten de una premisa errónea: no analizan los resultados del CER cuando se implementa de manera correcta, con compromiso, recursos y rigor técnico.

Porque la verdadera pregunta no es si el CER funciona o no, sino qué ocurre cuando una Administración realmente quiere que funcione.

En este artículo analizamos dos modelos de gestión de colonias felinas basados en nuestras investigaciones recientemente publicadas a nivel internacional. Córdoba representa el caso de éxito: un programa CER bien estructurado, con respaldo institucional y planificación a largo plazo, que ha logrado estabilizar la población felina y reducir su impacto de forma efectiva. Canarias, en cambio, ilustra el escenario opuesto: la imposición de trabas administrativas que paralizan cualquier solución real, perpetuando el problema y afectando tanto a la biodiversidad como a la convivencia social.

Los datos hablan por sí solos: el CER funciona, pero solo cuando se aplica de manera rigurosa y siguiendo criterios científicos. El CER no es simplemente capturar gatos, esterilizarlos y retornarlos. Es una estrategia integral, con una base científica sólida y protocolos bien establecidos. Sin embargo, no siempre que se habla de CER se está aplicando realmente este método. En muchos casos, se usa la etiqueta para justificar intervenciones desordenadas: esterilizaciones sin planificación y/o insuficientes, falta de continuidad, falta de seguimiento sanitario o alimentación inadecuada. El problema no es el método, sino su aplicación deficiente.

Cuando las administraciones quieren que el CER funcione: el caso de Córdoba

Si preguntamos a cualquier persona con un mínimo de interés en el tema si el método CER funciona, la respuesta dependerá más de su postura ideológica que de los datos. Para algunos, no es más que una solución a medias, un intento fallido de controlar una población que, según ellos, nunca dejará de crecer. Para otros, es la única estrategia viable para gestionar los gatos comunitarios de manera ética y efectiva.

Pero si la pregunta se la hacemos a quienes gestionan colonias felinas donde el CER se ha implementado correctamente, la respuesta será tajante: ¡claro que funciona! No tendrán dudas ni vacilaciones y podrán explicar con todo lujo de detalles cómo ha evolucionado su colonia en los últimos años. Sabrán cuántos gatos han sido esterilizados, cuántos han sido adoptados, cuántos han fallecido por causas naturales y cuántos siguen allí, sin que la población aumente de forma descontrolada. Quien está en el terreno, día tras día, no necesita teorizar sobre si el CER funciona o no. Lo ha visto funcionar.

La pregunta clave, por tanto, no es si el CER funciona, sino dónde y cómo se aplica. Porque cuando hay voluntad política, recursos y una estrategia bien diseñada, el método no solo funciona, sino que transforma la realidad de los gatos, de las personas, de la convivencia urbana y del medioambiente. Córdoba es un ejemplo de ello.

Hasta hace unos años, la gestión de los gatos comunitarios en la ciudad seguía el mismo patrón que en la mayoría de los municipios de España: voluntarios desbordados, intervenciones esporádicas, colonias sin control y administraciones que miraban hacia otro lado. Hasta que algo cambió.

En 2020, el Ayuntamiento, a instancias de las asociaciones de protección animal, decidió abordar el problema desde una perspectiva realista y efectiva. No como una cuestión de animalismo ni como un debate teórico sobre si los gatos deberían estar o no en la ciudad, sino como una cuestión de gestión pública. Los gatos estaban ahí, ignorarlos no haría que desaparecieran y las estrategias previas habían demostrado ser ineficaces. Así que, en lugar de seguir en la inacción, optaron por aplicar un modelo basado en la coordinación entre distintos actores.

La empresa municipal SADECO aportó la infraestructura y los recursos administrativos; el Colegio Oficial de Veterinarios de Córdoba facilitó acuerdos con veintitrés clínicas veterinarias para realizar las esterilizaciones; las asociaciones FdCATS y FAPAC pusieron su experiencia en la coordinación técnica del proyecto, y, lo más importante, la ciudadanía organizada dejó de ser mera espectadora y pasó a ser un engranaje clave del sistema. Lo que antes dependía exclusivamente de voluntarios desbordados, ahora se convertía en un programa con apoyo institucional, planificación a largo plazo y con metodología y seguimiento rigurosos.

Y funcionó.

En solo cuatro años, el programa ha conseguido estabilizar la población felina en la ciudad. Se han gestionado 225 colonias, más de 5.000 gatos, con un índice de esterilización del 95%, un porcentaje que garantiza que el número de gatos ya no crece sin control. Y los datos, lejos de ser anecdóticos, han sido contrastados y publicados recientemente en una prestigiosa revista científica internacional. No es una percepción subjetiva: es ciencia.

Pero más allá de los números, lo realmente significativo es que el problema ha dejado de ser un conflicto sin solución para convertirse en un desafío manejable. Las quejas vecinales han disminuido, la presión sobre la biodiversidad urbana se ha reducido y la convivencia con los gatos ha mejorado notablemente. Y todo esto con un coste casi simbólico en comparación con otras partidas municipales: 0,60 euros por habitante al año. Para ponerlo en perspectiva, eso supone una cantidad equivalente a lo que una ciudad como Córdoba gasta en unos pocos minutos de fuegos artificiales durante las fiestas locales a lo largo del año.

Córdoba no es una excepción ni un milagro. No ha funcionado porque tenga unas condiciones extraordinarias o porque sus gatos sean distintos a los de otras ciudades. Ha funcionado porque se ha hecho bien.

Lo que nos lleva a la pregunta inevitable: si en Córdoba ha funcionado, ¿por qué en otros lugares no?

La otra cara de la moneda: cuando las administraciones ponen trabas e impiden la gestión de los gatos

Si el éxito del CER en Córdoba demuestra que una gestión eficaz es posible cuando hay compromiso y recursos, el caso de Canarias ilustra el escenario opuesto: cuando la Administración impone barreras burocráticas, la solución fracasa y el problema se agrava.

La Graciosa, una pequeña isla del archipiélago canario incluida en la Red Natura 2000, ha sido durante años el epicentro de un conflicto mal gestionado. Es evidente que, en un espacio protegido de estas características, no debería haber gatos comunitarios. Sin embargo, la realidad es que los hay, y las soluciones deben partir de este hecho en lugar de ignorarlo. La presencia de gatos en la isla no es nueva. Durante más de un siglo y medio, los propios gracioseros han convivido con ellos, alimentándolos con los restos del pescado que secaban al sol. Sin embargo, en los últimos tiempos, estos animales han sido señalados por su impacto en la biodiversidad insular, sin que se haya implementado una estrategia clara de control poblacional.

Pero La Graciosa tiene una particularidad: con apenas 750 habitantes, la implicación de la comunidad es determinante. De hecho, proporcionalmente, hay más personas cuidadoras de colonias en la isla que en Córdoba, con aproximadamente una por cada diecisiete gatos.

Y aquí entra en juego la política

Mientras en Córdoba se apostó por una solución efectiva, en Canarias se optó por un entramado normativo que, en la práctica, paraliza cualquier intento de gestión ética.

En julio de 2024, precisamente por lo delicado del ecosistema y la parálisis administrativa, un equipo multidisciplinar de voluntarios e investigadores de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria llevó a cabo una intervención histórica en la isla, logrando esterilizar en apenas cuatro días al 82,5 % de los gatos comunitarios y al 95 % de los gatos con responsable legal. La campaña contó con el respaldo del área de Bienestar Animal del Cabildo de Lanzarote y del Ayuntamiento de Teguise (municipio al que pertenece la isla), pero se enfrentó a la oposición frontal del resto de administraciones con competencias en este entorno protegido.

Pese a ello, la intervención, diseñada y ejecutada con rigor técnico y respaldo científico, demostró que una acción bien planificada puede marcar la diferencia. Los datos previos confirmaban que la inmensa mayoría de los gatos se concentraban en los dos únicos núcleos habitados de la isla, dependiendo casi exclusivamente de la alimentación humana, directa o indirectamente. Estos datos reflejan una dinámica que, aunque en un contexto insular, natural y protegido, no es tan distinta de la de muchas ciudades en las que los gatos comunitarios subsisten gracias a la interacción con los humanos.

Sin embargo, en lugar de dar continuidad a este avance, las restricciones impuestas por el Gobierno de Canarias han bloqueado cualquier posibilidad de consolidar los progresos alcanzados, perpetuando el problema en lugar de solucionarlo.

Porque el problema no es la existencia de gatos, sino la inacción institucional

En lugar de aprender del éxito de Córdoba, el Gobierno de Canarias ha optado por un enfoque que dificulta la aplicación del método CER. En diciembre de 2024, la Dirección General de Espacios Naturales y Biodiversidad emitió una resolución que establece “criterios básicos” para la gestión de colonias felinas en el medio natural. En teoría, el documento busca “armonizar” la Ley 7/2023 con la normativa de conservación. En la práctica, introduce una serie de obstáculos administrativos que convierten la gestión en un laberinto burocrático sin salida.

El texto enfatiza los efectos negativos de los gatos en la biodiversidad, pero omite por completo la evidencia científica que respalda la eficacia del CER en la reducción de estas poblaciones a largo plazo. Además, impone una serie de restricciones que, lejos de solucionar el problema, condenan a la mayoría de las colonias felinas de toda Canarias a una parálisis administrativa: se exige que cada intervención pase por una evaluación de impacto ambiental, se limita la actuación a determinados espacios y, lo más significativo, no se asigna ningún presupuesto específico para su aplicación. En otras palabras: se establecen tantas condiciones que, en la práctica, la gestión se vuelve inviable.

El resultado es el peor escenario posible

No se permite aplicar el CER de forma efectiva, pero tampoco se proponen alternativas viables. Los gatos siguen ahí, reproduciéndose, mientras la Administración perpetúa un problema que podría resolverse con voluntad política y de la mano de la ciudadanía. La paradoja es evidente: la propia normativa que se redactó para proteger la biodiversidad acaba perpetuando un modelo fallido que, a la larga, perjudica tanto a la fauna autóctona como a los propios gatos.

Frente a este bloqueo institucional, los datos de La Graciosa son contundentes: la intervención de julio de 2024 fue la primera que tuvo un impacto real en la población felina de la isla. Y lo logró precisamente porque aplicó el método CER con rigor, planificación y recursos adecuados. Sin embargo, en lugar de dar continuidad a esta estrategia y consolidar los avances, el Gobierno regional optó por paralizar el proyecto.

El propósito inicial de aplicar el método CER en este delicado ecosistema era claro: servir como un “tapón” que frenara la reproducción descontrolada mientras se desarrollaban soluciones complementarias para reducir progresivamente la población de gatos comunitarios de la isla. Pero, sin seguimiento, cualquier avance se diluye. En apenas seis meses, la falta de acción ha permitido el nacimiento de al menos diez nuevas camadas —unos cuarenta gatos más—, mientras la Administración sigue sin ofrecer una alternativa viable.

No es una cuestión de debate, es una cuestión de responsabilidad

La gestión de los gatos comunitarios no es un problema de recursos ni de viabilidad técnica. Es una cuestión de voluntad política.

Cuando las administraciones deciden gestionar, los resultados llegan. Cuando no quieren hacerlo, imponen trabas burocráticas que solo perpetúan el problema. No hay excusas: los gatos están ahí, su gestión es ineludible y las herramientas para hacerlo de forma ética y efectiva existen.

Algunas administraciones han entendido esto y han aplicado soluciones basadas en la ciencia, la planificación y la colaboración institucional. Otras, sin embargo, han preferido disfrazar la inacción de falsa protección de la biodiversidad, condenando a los gatos a una situación insostenible y perjudicando también a la fauna que supuestamente quieren proteger.

El resultado de este bloqueo no es la desaparición de los gatos ni la recuperación de la fauna autóctona, sino el mantenimiento del problema, la frustración de la ciudadanía y la perpetuación del conflicto.

La pregunta no es si el método CER funciona. Ya sabemos que funciona. La pregunta es: ¿cuánto tiempo más vamos a permitir que la falta de voluntad política impida aplicar la única solución viable?




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