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Romeo Castellucci fascina y descoloca el Liceu al mismo tiempo con su poema escénico basado en el 'Réquiem' de Mozart

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El dramaturgo y director italiano trae al teatro barcelonés una obra creada en 2019 en la que establece un vibrante diálogo poético y escénico con la pieza musical, una de las cumbres de la creacion mozartiana

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Triunfo descolocante ayer en el Gran Teatre del Liceu del Requiem del artista italiano –porque así debe denominársele ante la dificultad de taxonomizar su trabajo en una sola disciplina– Romeo Castellucci, un gran revolucionario de la escenografía musical desde los años 80 del siglo pasado. Triunfo por la duración del aplauso del público al término de la representación; “descolocante” porque se trató de un aplauso de cadencia dubitativa, como tratando de digerir lo que se acababa de ver y de relacionarlo con las imágenes que suelen poblar la mente cuando se escucha el Réquiem de Mozart con los ojos cerrados.

Castellucci, que cuenta entre sus gestas el intento –fallido por su magnitud– de poetizar visualmente la integral de la obra operística wagneriana, acababa de profanar en el Liceu esta obra sacra mozartiana, de dotarla de un volumen propio y personal que no tiene por qué gustar a todo el mundo. Aun así, no se puede negar el apelativo de “fascinante” a la “castelluccización” del citado Réquiem, basado en la pieza que creara Mozart en sus últimos meses de vida y que completara, bajo las indicaciones del maestro, en 1791 su alumno Franz Xaver Süssmayr.

Se trata de un proyecto que Castellucci creó en 2019, en un año previo a la pandemia y la guerra de Ucrania, si bien ya con Trump en su primera etapa en el poder. Este hecho es importante para señalar que el mensaje, entre pesimista y resignado, del creador italiano no solo no ha perdido vigencia, sino que ayer se antojaba más funesto que nunca ante las oscuras nubes que cubren la política mundial.

Y es que, de hecho, el Réquiem de Castellucci es un canto pío y de despedida que el autor extiende a la humanidad en su conjunto, y también a todas sus creaciones. Puede funcionar como un aviso premonitorio de hacia dónde nos encaminamos, pero también como un aldabonazo al inicio de nuestra carrera hacia extinción como especie y como civilización.

Castellucci, Stravinsky, Kubrick y Cronenberg

Pero más allá de interpretaciones lúgubres, que sin duda se adecuan a la pieza mozartiana, fascinante tanto por su complejidad polifónica como por su nervio y su tensión casi romántica, la recreación que hace Castellucci no cae en el facilismo de dejarse llevar, sino que navega por encima de las aguas luctuosas que destila la música.

Lo consigue con una escenografía cambiante y provocadora, en ocasiones llena de colorido y danzas paganas –que recuerdan a los montajes para ballet de La consagración de la primavera de Igor Stravinski– y en otras colmada de intimidad lúgubre y sobrecogedora, pero también bellamente evocadora, que emula la fuerza visual de algunos parajes de Stanley Kubrick en su Odisea en el espacio.

También recuerda, durante el canto Benedictus –cuando hace pasar a los integrantes del coro por delante de un coche destrozado por un accidente y emular que son atropellados– la polémica cinta Crash de David Cronenberg, en uno de los momentos más impactantes del todo el montaje.

No obstante, para nada pretende este Réquiem caer en el efectismo si este no sirve al inmenso poema multidimensional que circula delante de nuestros ojos, un trabajo que lleva la composición de Mozart más allá del ámbito armónico y acústico para dotarla no solo de imágenes libres, sino también de un largo poema escrito y basado en citar todas las especies animales y vegetales, civilizaciones, religiones o edificios y templos que han desaparecido a lo largo de la historia del Planea, y en especial de la humanidad.

Un listado interminable de la extinción de la vida en el planeta

Para su montaje, Castellucci utiliza preliminarmente al Réquiem otras piezas vocales de Mozart de corta duración, que suavizan el duro inicio de la composición original y permiten asimilar lo que se está viendo en escena. Y lo que se ve en un fondo de oscuridad, es una cama y una anciana que tristemente se acuesta en ella, acaso presintiendo el final y poniéndose en manos de la providencia.

Sobre el fondo oscuro comienza el estremecedor listado de especies animales y vegetales que se han extinguido. Como una letanía dolorosa, la proyección del listado no se detendrá hasta el final de la obra, e irá pasando de las especies a los homínidos, las civilizaciones, las religiones, las ciudades, los templos, las obras de arte y, finalmente, listará los lugares que en el momento de la representación se están extinguiendo.

Aparecerá sobre el fondo, en los últimos compases del Requiem, la Catedral del Barcelona, la Sagrada Familia, el Mercat de la Boquería o la playa de la Barceloneta, acaso extinguidos todos estos lugares por el turismo masivo. Pero también cita la proyección el amor, la empatía, las lágrimas, la alegría o los colores, en lo que parece una advertencia de que nos adentramos en un tiempo de oscuridad deshumanizante...

Un niño jugando con un cráneo

Regresando a la anciana, en el momento en que se encama se inicia el Requiem y aparece un coro –el del Liceu, que estuvo en todo momento a una gran altura, al igual que la orquesta del gran teatro, dirigida por el italiano Giovanni Antonini, que ya había visitado dos años antes el Liceu con el Orlando paladino de Haydn– que rodea la cama y la mujer.

Se inician los primeros compases del canto Introitus y se pasa al Kyrie eleison; el coro se retira, al tiempo que el telón de oscuridad se levanta, y se lleva consigo la cama. Pero la mujer queda en el suelo. No es ahora una anciana, sino una mujer de mediana edad. Ya con un fondo blanco, el coro danza durante la mayor parte de la obra danzas principalmente populares, como la sardana o el baile de las gitanas, con coloridos vestidos tradicionales.

La entonación del cántico Tuba Mirum da entrada a la voz del bajo del italiano Nicola Ulivieri, despues les toca al tenor sudafricano Levy Sekgapane, a la suiza Marina Viotti como mezzo y a la soprano alemana Anna Prohaska; todos ellos estuvieron ayer a la altura del resto del coro y la orquesta, sin fisuras.

La mujer es ahora una joven que termina por convertirse en una niña a la que, en una nueva escena, los integrantes del coro colorean con pigmentos y luego cuelgan de la pared, como si de un sacrificio ritual pagano se tratara, hasta que finalmente es descolgada y queda en el suelo. Es entonces cuando entra en escena un niño de la escolanía de Montserrat jugando al futbol con un cráneo humano, otra de las imágenes impactantes del montaje.

Prosigue así el Réquiem de Castellucci, en un diálogo a tres bandas entre la letra de los cánticos que compuso Mozart, el listado de extinciones, omnipresente y proyectado como una sombra de mal augurio, y las danzas del coro, que vierte en el suelo tierra húmeda y pinta con aerosol de colores –que recuerdan a un anuncio de televisores Sony de la gama Bravia– las pareces del escenario.

Una invocación al eterno retorno

Finalmente el coro pasa por la escena de los atropellos “cronenbergianos”, el coche se retira y todo se oscurece, salvo la proyección del listado de extinciones. El coro canta el final del Réquiem (los cánticos Agnus dei y Lux aeterna) y desaparece. El suelo de le escenario se eleva desde el fondo, levantando una pared en el silencio en la que solo se oye deslizarse hacia el foso la tierra vertida en él, con un sonido estremecedor que recuerda el golpeo de la tierra sobre los ataúdes...

Queda entonces el suelo elevado, formando una nueva pared de escenario manchada de tierra oscura sobre su fondo blanco roto, como si fuera una gran fotografía la superficie lunar. Aparecen las cuatro mujeres caminando sobre el filo del foso: la anciana, la mujer madura, la joven y la niña. Se detienen en el centro del escenario, depositan algo en el suelo y se marchan.

El foco cae entonces sobre el objeto depositado: es un bebé que gesticula, tal vez una señal de esperanza por parte de Castellucci, una invocación al eterno retorno nietzscheniano, a la posibilidad, en definitiva, de revertir la aciaga senda en la que ha entrado la humanidad.




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