‘Rayuela’ y el diccionario
Los personajes de la obra practican un curioso juego con el diccionario, al que llaman cementerio, lo que nos da una idea de la visión negativa que Julio Cortázar tenía de él
Hubo alguna ocasión en que la Real Academia Española dejó de ser y llamarse Real. Fue, por ejemplo, en la Segunda República, de 1931 a 1939. Durante aquellos años, la corona de su emblema pasó a ser mural, de murallas con torreones intercalados. Podemos verla en la portada del malogrado Diccionario histórico de la lengua española (1933-36) —que solo llegó a ver dos tomos, los correspondientes a las letras a y ce— y también si vamos a la Biblioteca de la Docta Casa y solicitamos la consulta de las signaturas d 0-83 y d 0-84, que pertenecen al Diccionario de la lengua española en su decimosexta edición, publicado en 1936 por los talleres de Espasa Calpe.
Son los dos únicos ejemplares que conozco, la única edición que falta en mi colección, acabada de imprimir el primer día de julio, justo a punto de estallar la Guerra Civil, de la que algún día habrá que comentar sus nefastas consecuencias para la diccionarística española. Quien no quiera acercarse a la madrileña calle de Felipe IV puede consultar una reproducción de la portada en el catálogo de la exposición La lengua y la palabra, organizada para conmemorar el tercer centenario de la fundación de la Real Academia Española, en 2013. La corporación que surgió tras el fatídico acontecimiento embargó los ejemplares supervivientes de aquella edición —por ello es una rareza bibliográfica— y publicó una nueva tirada de la decimosexta, pero ya con su emblema y su denominación tradicionales recuperados. La fecha que figura en la portada no contiene cifra alguna pero sí una datación contundente por su elocuencia: “Año de la Victoria”.
Cambiemos ligeramente el orden de los números: de 1936 a 1963. Julio Cortázar publica en Buenos Aires su Rayuela. No nos detengamos en repetir lo que generacionalmente nos marcó la novela: la originalidad de su estilo, las múltiples maneras de leerla… Me interesa explayarme sobre todo en el curioso juego que los personajes practican con el diccionario, al que llaman cementerio, consistente en abrir al azar una página de la obra y componer, con las palabras que en ella figuren, un texto en lengua glíglica, jitanjafórico, de la cual el capítulo 68 es su más conocido exponente: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes…”.
El hecho de bautizar al diccionario con tan fúnebre nombre nos da una idea de la visión negativa que el escritor argentino tenía de él, no sabemos si de todos o de un título concreto. En esta imagen no está solo Cortázar: a Unamuno, otra víctima del Treintaiséis, le parecía lo mismo; Gerald Durrell lo asocia con la muerte de las palabras… Como tablero, el indagador permanente que es el protagonista de la narración, Horacio Oliveira, se vale de un ejemplar de un diccionario de la Real Academia Española “en cuya tapa la palabra Real había sido encarnizadamente destruida a golpes de gillete” (capítulo 41). Denominaciones comerciales lexicalizadas —o mercuriónimos—aparte, al genial escritor argentino veintisiete años le parecen seguir siendo nada y quién sabe si la palabra afeitada lo fuera como reivindicación de aquella aciaga edición republicana del diccionario.
La fortuna ha decidido que la obra se abra en las páginas encabezadas por las combinaciones de letras cli y clo. Oliveira juega solo: “Hartos del cliente y de sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar una clica. Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso ascenso de agua mezclada con clinopodio, revisando los clisos como clerizón clorótico”.
El personaje se vale del glíglico para inventarse la voz cleonasmo, que no figura en repertorio alguno. De hecho, no ha salido jamás de la narración cortazariana. Tengamos en cuenta que hasta 1992 ninguna edición del Diccionario común de la institución coloca su nombre en la tapa. Por eso, me inclino a pensar que la obra es la edición de 1950, vigente por aquel entonces, del Diccionario manual e ilustrado de la lengua española; más en concreto sus páginas 382 y 383, con su ilustración —definición ostensiva, complemento de la verbal— de lo que es un clistel o clister. Quizás fue el tomo —más cómodo, pues es manual— que llevaba en su equipaje de 1951, cuando llegó a París, la ciudad de su novela. Rayuela se sitúa, diccionarísticamente hablando, en tierra de nadie: siete años han pasado tras la publicación de la decimoctava edición del compendio académico y siete faltaban para la siguiente, la de 1970. A propósito de este interregno, imagino ahora mi ejemplar con el Real de su cubierta verdosa rayada —vocablo emparentado con rayuela— a base de cuchilladas. Y me pregunto: “¿Aludirá el adjetivo no solo a la condición de los reyes, sino también a lo que tiene existencia verdadera?”.
Episodios que suscitan rabia, donde afloran los desmanes de uno a otro lado. La cubierta de un libro se convierte en patíbulo de acuchillamiento. Lugares comunes sobre los diccionarios, que también son torturados cuando no ofrecen una visión fidedigna de la realidad léxica. El juego de Horacio Oliveira continúa, ahora presumiblemente por la página 894 y 895, con sus ilustraciones de una jícara, un jilguero, una jirafa, dos elementos heráldicos como el jirón y el escudo jironado y la flor y el fruto del jobo. Gracias a la última hoja (joc y jor como voces guía) y a las posibilidades que le brinda la lengua glíglica, escribe: “en el jonuco estaban jonjobando dos jobs, ansiosos por joparse; lo malo era que el jorbín los había jomado, jitándolos como jocós apestados”.
La mezcolanza permite una coiné donde participan mexicanismos y voces de La Rioja y Aragón. Quizás sea este el verdadero panhispanismo. El glíglico le permite importar voces de fuera (jobs) y crear nuevas (jonjobar, a partir del jonjabar existente en aquellas páginas, así como jorbín). La palabra joder no se encuentra en el cementerio, razón por la cual Oliveira se decepciona: “”Es realmente la necrópolis“, pensó. ”No entiendo cómo a esta porquería le dura la encuadernación“”.
Habría que esperar a 1984, año de publicación de la vigésima edición del DRAE, para que la Academia comenzara a cambiar su actitud de rechazo a las palabras malsonantes en su inventario. No creo en las casualidades: justo antes uno de sus miembros más distinguidos, Camilo José Cela, había sacado los primeros volúmenes de su inconcluso Diccionario secreto (1978-79).