No hay más que un viraje
La tentación a la reinvención sexenal y al cortoplacismo en la gestión de la seguridad obligan a tomar con cautela y hasta con cierto escepticismo, los planes, programas y estrategias que, una y otra vez, se diseñan, se implementan o se relanzan.
Los instrumentos que, en teoría, deben ordenar racionalmente el esfuerzo de las instituciones del Estado mexicano de manera previsible y estable en la compleja tarea de garantizar la seguridad, suelen reproducir lugares comunes del discurso político, los énfasis circunstanciales de los agentes intervinientes en su formulación y, en cierta medida, los frágiles consensos sociales sobre lo que se debe priorizar y en lo que es impostergable avanzar.
La experiencia indica que estos ejercicios programáticos han sido poco útiles para delimitar tramos de responsabilidad, hacer efectiva la rendición de cuentas y, también, para identificar lo que funciona y lo que ha fracasado. Los diagnósticos no dialogan entre sí en el tiempo, cada administración inventa sus propias metas e indicadores y, lo peor, es prácticamente imposible descifrar cómo han impactado en la realidad las once herramientas de gobernanza de la seguridad normadas desde la Constitución. Cientos de páginas de Diario Oficial que no borran las primeras planas de violencia y criminalidad.
Los planes y programas no han servido para prever o anticipar la decisión pública. No dicen, en pocas palabras, lo que en realidad va a suceder o se va a hacer. La alineación de acciones queda relegada o superada por la necesidad reactiva de contener irrupciones de violencia o de suplir debilidades estructurales de la autoridad. Por ejemplo, en uno de estos instrumentos puede leerse la siguiente expresión: “En el otro extremo del fenómeno delictivo, la fuerza pública dará prioridad al combate de las expresiones más violentas del crimen organizado”. Esta cita no proviene de la estrategia de seguridad de la administración del presidente Felipe Calderón, sino del supuesto desdoblamiento analítico de la política de los “abrazos y no balazos” de López Obrador.
Si un finlandés evaluara la política de seguridad desplegada en los últimos 16 años a partir de la simple lectura de estos instrumentos de gestión pública, concluiría fácilmente que los mexicanos hemos logrado compartir una visión de largo plazo. En todos, sin excepción, aparecen recurrentemente conceptos como la prevención del delito, la coordinación interinstitucional, la profesionalización policial o la participación ciudadana. El objetivo de fortalecer capacidades de investigación, inteligencia, persecución de los delitos y reinserción social reaparecen constantemente con ligeras diferencias en el orden de la tabla de prioridades. Resulta, por ejemplo, curioso constatar que en 2019 López Obrador ofrecía robustecer la Plataforma México de García Luna.
Lo que sí desapareció durante 12 años del léxico programático de la seguridad, hasta la estrategia recientemente anunciada por la presidenta Sheinbaum, fue la directriz explícita de combatir frontalmente al crimen organizado. Efectivamente, la prioridad 2 de 2008 pasó a ser una crítica en la estrategia peñista de 2014. Se abandonó explícitamente en la tregua amorosa iniciada en 2019, pero ahora se recupera como “objetivo para la paz” en términos de “neutralizar generadores de violencia y redes criminales con atención a zonas de alta incidencia delictiva”. No es menor el viraje: ¿se acabaron los abrazos?
Esta es la única variante en la estrategia. Más prevención, total coordinación, mejor inteligencia y menos militarización es el mantra que se invoca recurrentemente ante la expansión del crimen, frente a la complicidad, debilidad e irresponsabilidad institucional y en la evidente generalización de la impunidad. Justamente lo que decimos y no hacemos o, incluso, deshacemos. Pero si ésta es una decisión presidencial y no otro lugar común alojado en la planeación de escritorio, es porque por fin estamos de acuerdo en que no hay entendimiento posible con los criminales.