Una casilla de la renta, la de la Iglesia, que promueve la reinserción de presos sin estigmas
Cada vez que Alfonso Vargas escucha aquello de «Que se pudran en la cárcel», le hierve la sangre. Se tiene que frenar para no saltar. Es lo que tiene pasar dieciocho horas a la semana con aquellos que buscan recuperar su dignidad tras su paso por prisión. En realidad, este madrileño está «full time» con ellos desde hace diez años. Gratis et amore. Su teléfono siempre está abierto. Día y noche.
«No más que los otros diez voluntarios de la casa», matiza. En su cabeza y en su corazón siempre está pululando alguna idea para sacar adelante a los doce «apóstoles» que forman parte de la asociación «Entre Pinto y Valdemoro», que cuenta la casa de acogida Isla Merced en Casarrubuelos, que forma parte de la pastoral penitenciaria de la diócesis de Getafe y, por tanto, vienen a continuar con el trabajo que se realiza dentro de la prisión. Doce personas bien en tercer grado o con la condena recién cumplida, procedentes de los centros penitenciarios de Navalcarnero, Valdemoro y Aranjuez.
De ellos, seis son fijos: cuatro, contratados por diferentes empresas, y dos al servicio de la casa. El resto, levantando el vuelo. Pero, todos ellos, crucificados por los prejuicios, más allá del delito cometido. En unos casos. porque arrastran órdenes de alejamiento. En otros, porque su familia les rechaza o directamente no tienen a nadie en quien descansar. «Estamos muy orgullosos, por lo que el juez va reforzando poco a poco estos permisos porque reconoce nuestra sencilla labor como seria y confiable», asegura Alfredo que, desde que se jubiló el pasado diciembre puede volcarse todavía más con ellos. Con los que están, pero también con los que ya han volado: «Hace poco recibí una llamada de Siria. Era uno de nuestros chavales que, al regresar allí querían que volviera a cumplir la condena. Nos pusimos de inmediato manos a la obra y, gracias al Tribunal Supremo, hemos logrado que salga adelante».
«Entre Pinto y Valdemoro» materializa la mayor asignatura pendiente que arrastra el actual sistema penitenciario: la reinserción. «Se necesitan más centros como el nuestro dónde hombres y mujeres pudieran ser acogidos para darles una nueva oportunidad para acompañarlos en su camino de vuelta a la sociedad para recuperar la dignidad que se les niega y para que sea útil», sentencia, convencido de que «no solo se beneficia el reinsertado, sino que la propia sociedad es la que recupera un ciudadano que suma en todos los sentidos».
En la casa lo logran a través de talleres y una formación integral, pero sobre todo, desde un acompañamiento personalizado que va desde lo emocional hasta aprender a desenvolverse hasta con un teléfono móvil. Y es que, el imaginario lleva a pensar que aquel que sale de prisión lo hace todavía más resabiado de lo que entró. Nada más lejos de la realidad. «Algunos han pasado tantos años dentro que se encuentran con un mundo hostil en el que no saben moverse. Hace poco ayude a un hombre que no sabía ni recibir dinero por Bizum ni cómo usar una tarjeta de crédito», expone. Y añade justo después: «Le enseñamos a aprender a vivir de nuevo, pero, sobre todo, a aprender a utilizar la libertad y superar el estigma del tiempo que han pasado entre rejas», detalla Alfonso.
Detrás de la aparente filantropía de Alfonso, que hasta hace nada era un empresario, padre de cuatro hijos y tres nietos, se esconde una motivación más profunda: «En ellos he encontrado el rostro de Cristo sufriente y necesitado, son lo más representativo de la pobreza de nuestra humanidad y, a la vez, son los favoritos de Dios».
Junto a los voluntarios, en el hogar solo hay una persona contratada, amén de algunos estudiantes en prácticas. «Y a media jornada, porque nuestra economía no da para más», apostilla Alfonso. Es Susana Cano, educadora social y directora de «Entre Pinto y Valdemoro».
Ella también era voluntaria, pero ante la salida de la anterior responsable de la casa, alguien debía permanecer como referencia. Ella no lo dudó. «Simplemente responde mi vocación para servir a los demás y me siento realmente recompensada porque estamos con los más rechazados y cualquier paso hacia adelante es un triunfo, sea normalizar un hábito mínimo de limpieza, encontrar un trabajo, o casarse», comenta, recordando que «en la cárcel están todos los colectivos de mayor exclusión: drogodependientes, con enfermedades mentales, con discapacidad, migrantes…, que además son presos, con lo que implica». Las labores administrativas y de gestión le restan horas, pero ni mucho menos opaca el trato directo con los residentes: «Podemos hacer mucho y generar muchos programas, pero la escucha y el abrazo son esenciales, es el empujón definitivo para que recuperen de verdad las riendas de su vida».