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Este es mi hijo amado

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Para cerrar la Navidad, con el Bautismo de Jesús celebramos la plena manifestación de su luz. Su destello no es efímero, sino que permite atisbar lo eterno. ¡Tenemos tanta necesidad de contemplar esta luz serena que nos transforma desde lo más profundo hasta hacernos partícipes de la condición divina! Leamos con atención el evangelio de este domingo:

«En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:

“Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”.

Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo:

“Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”» (Lucas 3, 15-16. 21-22).

El inicio del evangelio constata la expectativa del pueblo por “algo” que debía pasar. Sin embargo, tal expectativa necesitaba elevarse hasta la esperanza. Esta mira la historia desde la perspectiva de Dios, mientras que aquella se refiere a los meros medios humanos. Por eso, Juan el Bautista invitaba a los creyentes a recibir al único que podía satisfacer sus anhelos trascendentes, que es Cristo, «el que viene a bautizar con Espíritu Santo y fuego».

Este fuego divino no se mide por sus destellos deslumbrantes, sino por el calor de vida que genera. Sus llamas son como las de la zarza ardiente del Éxodo: No calcinan, sino que transforman. Es el mismo Jesucristo, con todo su ser divino y humano. Él llega a ser para quien lo recibe, “un fuego en el alma, no un relámpago pasajero en el horizonte”, como lo definió el Cardenal Newman.

Jesús llega al Jordán sin anunciarse, sin buscar honores. Su grandeza se muestra al mezclarse entre los pecadores. Él, que no tenía pecado, pide el bautismo para santificar las aguas y preparar el camino a nuestra salvación. Su humildad, discreta como el susurro del viento, anuncia secretamente más que el ruido de los truenos. Con su sumergirse en las aguas, los cielos se abren. La eternidad irrumpe en el tiempo. La creación es renovada por la gracia de su Hacedor.

Los cielos abiertos no solo anuncian la misión de Jesucristo, sino que proclaman su identidad divina. Él es el Hijo amado de Dios. De ahí que también en nuestro bautismo Él proclama nuestra propia identidad y misión. El nombre tres veces santo de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es asociado a nuestro nombre personal, y con el agua que corre sobre nuestras cabezas nuestra humanidad es anegada por su divinidad. Efectivamente, “un cielo abierto siempre va en busca de un corazón dispuesto”, como dijo Chesterton.

El Espíritu Santo desciende «con apariencia de paloma», y en esa suavidad encontramos la fuerza de Dios. El fuego que promete Juan no es destructivo, sino purificador; no quema, sino que forja. ¿Estamos dispuestos a ser acrisolados por ese fuego, o preferimos seguir entre cenizas, temiendo a la conversión?

La voz de Dios Padre desde el cielo proclama: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». Estas palabras, que se dirigen primeramente a Jesús, alcanzan hasta al último cristiano en su bautismo. Jesús no necesitaba ser bautizado, pero lo hizo por nosotros. Su ejemplo es una invitación a dejar nuestras excusas y sumergirnos en la misión que nos ha encomendado. En su humildad encontramos nuestra fuerza; en su obediencia, nuestra libertad.

El Bautismo del Señor nos recuerda que nuestra fe implica una transformación interior que transforma todo a su alrededor. Tolkien lo expresó bellamente al afirmar que incluso la luz más pequeña puede ser buena nueva en la más densa oscuridad. En nuestras manos está la decisión de dejar que esta luz crezca en nosotros, convirtiéndonos en luminarias que han de brillar eternamente.

En todas las culturas conocidas, llegando hasta nuestro volátil presente, existe un tema recurrente: la idea de que la condición humana está incompleta y, ante ello, el hombre necesita hacerse a sí mismo. Una y otra vez este mito ha mostrado sus falencias, conduciendo incluso a terribles desvaríos personales y sociales. Pero es aquí donde la revelación cristiana presenta la buena y bella nueva del hombre, que es llevado a su plenitud no por su afán prometeico, sino por Dios mismo. En el bautismo de Jesús contemplamos al "hombre-nuevo", por quien la humanidad es introducida en la nueva y definitiva condición de la filiación divina.

Cuando Jesucristo es sepultado místicamente en las aguas del Jordán, la antigua y caduca condición humana queda sepultada. Pero entonces emerge de nuevo bajo la inédita condición del hombre que, desde el cielo, es ungido por el Espíritu Divino y reconocido como el Hijo amado de Dios Padre. Así se abre la vida pública de Jesús, enviado para evangelizar y salvar a la humanidad, y así se abre para el ser humano la posibilidad de un nuevo nacimiento que no finaliza en la muerte, sino que crece en la vida de la gracia hasta alcanzar su divinización. En definitiva, "Deus homo factus est, ut homo fieret Deus", como lo sentenció san Ireneo en el siglo II: "Dios se hace hombre para que el hombre llegue a hacerse Dios". No que llegue allí por su autoexaltación, sino por gracia y por la ayuda de Dios mismo, su Creador y santificador.

Ciertamente, este evangelio nos desafía: ¿permitiremos que la luz del Espíritu brille en nosotros, o seguiremos buscando fuegos artificiales que se extinguen al instante? El cielo sigue abierto ante nosotros, la voz del Padre continúa proclamándonos hijos suyos, y el fuego del Espíritu está listo para purificar nuestro corazón. Con la humildad y la confianza del Bautista, miremos más allá de lo transitorio y reconozcamos ante nosotros al Dios viviente.




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