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Carles, su colmado y el tabique entre Pedro y Alberto

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Entre las calles de Fernanflor y Zorrilla se ubica un edificio muy particular. Recuerda a aquel ideado por Francisco Ibáñez: 13, Rue del Percebe donde se dan las situaciones más inverosímiles. Este, como aquel, tiene un colmado, que dirige desde la distancia un hombre llamado Carles, al que los vecinos llaman «Houdini». Es su dependienta, Míriam, la encargada de dar la cara ante los clientes con órdenes muy precisas de su jefe: sisarles con la mercancía hasta dejarles tiritando la cartera. En la portería se encuentra Gabi, un joven rufián con pretensiones de hacerse con un pisito en el edificio, y que a veces va en chándal al trabajo.

En el primero, el piso más amplio de todos, vive Pedro. Es el presidente de la comunidad de vecinos. Es de esos que aceptan el cargo por notoriedad, pero que cuando se le llama, porque hay goteras, ni está ni se le espera, y te redirige siempre al gestor para que solucione la papeleta: un señor muy serio llamado Félix.

De vez en cuando, Pedro recibe noticias de sus sobrinos Víctor y Koldo, que le meten en aprietos. En más de una ocasión se ha dado aviso a la Policía por las fiestas que organizan. Su vecino de al lado es Alberto «el gallego». Es un hombre muy recto, que tiene muy ordenada su casa. Todo en su sitio, nada fuera de lugar. Pedro y Alberto llevan un tiempo sin hablarse y, cuando coinciden en el rellano, parece que pase la bola del desierto de las películas del oeste. Que, por si no lo saben, se llama estepicursor.

Ambos se escuchan a través de los tabiques para ver qué pasa con las viviendas y los nuevos propietarios. Pedro quiere, por ejemplo, que los extranjeros paguen más, al igual que los de los de los pisos turísticos. Pero a Alberto le preocupan más los okupas y está estudiando poner en el portal un teléfono para que los vecinos lo denuncien. Y eso inquieta en especial a la propietaria de la buhardilla, Ione, a punto de ser desalojada. Nadie ya la apoya en la comunidad y solo cuenta con el respaldo de los habitantes de los bajos del edificio.

Pero nos hemos saltado pisos. En las plantas intermedias viven, por un lado, Aitor, que se ha hecho últimamente muy amigo de Pedro. En la comunidad le conocen como «el del tractor» tras el rifirrafe que mantuvo con un antiguo propietario. Pero ojo, que es el vecino graciosillo del edificio en las reuniones. Cuando se discute sobre si se deben empezar antes las obras del tejado o las del portal, contesta: «¿A qué estamos a Rolex o a setas?». Asunto zanjado. Su relación con Pedro es tan estrecha que este le ha dejado su Airbnb en París. A Alberto no le parece bien, cree que es un poco «aprovechategui».

Otro de los vecinos es Santi. Él es el «no» por sistema. Últimamente no se le ve mucho por el edificio, y menos por la mañana. Dicen que no le gusta madrugar. Pero siempre que hay algún conflicto, aparece. Y, hablando de apariciones, por allí ronda el fantasma de José Luis, que se niega a abandonar el inmueble pese a que ya no pinta nada.

Y, como en toda comunidad que se precie, está la vecina a la que todo el mundo esquiva: Merche. Solo habla con el presidente porque sabe que es quien tiene la llave del cuarto de contadores, aunque también compadrea con el portero.

Hoy es día de reunión en la comunidad y Pedro se ha traído a su secretaria Francina para asegurarse de que todas las propuestas queden bien recogidas y, a ser posible, en todas las lenguas. Debe estar enferma porque viene con mascarilla. Han metido 29 puntos a tratar: medidas anti desahucios, un sistema de garantías para propietarios e inquilinos o que se prohíba dejar sin agua, luz y gas a aquellos que tengan dificultad para hacer frente a las facturas y que al dueño del colmado se le exima de pagar la cuota. Se han tirado horas y horas debatiendo. Algunos de los vecinos han pedido que se troceen, que no tienen todo el día. Lo más preocupante es lo de los propietarios más antiguos, las personas mayores que se han partido el lomo toda su vida para poder comprar la casa, y que ahora casi no llegan a fin de mes por más que les «suban» (es un decir) la pensión. Se quejan de que este año además de tener la nevera pelada, están pelados de frío gracias a la brillante idea de los repartidores de coste de la calefacción aprobada en otra junta. Tras muchos tiras y aflojas, finalmente votan y salen adelante las propuestas. Todos se miran de reojo, sobre todo Pedro y Alberto. Temen una nueva derrama.




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