José, la víctima que tumbó un emporio de corrupción eclesial
Cuando este viernes José Enrique Escardó leyó el comunicado por el que oficialmente el Sodalicio admitía su disolución por orden del Papa, se permitió dejar caer las lágrimas que tenía acumuladas desde hace tiempo. «El dolor de tantas víctimas ha dado un resultado inmenso. Y yo empecé esto y no lo dejé. No había tenido tiempo para llorar. Ahora sí». No en vano, este peruano lleva 25 años gritándole al mundo que lo que se presentaba como un movimiento católico para regenerar la Iglesia, en realidad era lo que él denunció como una secta. Francisco decide ahora acabar con este grupo tras una minuciosa investigación y constatar la imposibilidad de reconducirlo o refundarlo. El último tatuaje que se ha hecho es una serpiente mordiendo un manzana en su mano derecha, algo más que un símbolo bíblico del pecado que refuerza con una contundente serenidad en su discurso que apabulla. Sin embargo, no esconde la fragilidad como víctima que le acecha en el día a día: «Mi sentido del humor ha hecho que siga vivo, pero muchas veces he querido terminar con mi vida. Las ganas de morir me vienen de seguido».
Escardó fue el primero en dar un paso al frente para denunciar que había sido víctima de esta sociedad de vida apostólica fundada en 1971 por el peruano Luis Fernando Figari, que ha logrado aglutinar a más de 20.000 seguidores en 25 países dentro de un movimiento, que bajo un paraguas eclesial, buscaba resucitar la Falange y los postulados de Primo de Rivera. En cinco décadas ha erigido un emporio financiero que se calcula que ha llegado a malversar más de mil millones de euros, además de los abusos de poder, conciencia y sexuales provocados por la cúpula. Oficialmente hay cerca de noventa víctimas reconocidas, pero el propio Escardó asegura que esta cifra es solo la punta del iceberg.
«Conocí al Sodalicio cuando estaba en sexto de primaria, tenía 12 años y me fueron lavando el cerebro en mi colegio. A los 16 años fui víctima de agresión sexual por parte de Germán Doig, el número dos del Sodalicio que intentaron convertir en santo. Luego entré a vivir en una comunidad, donde sufrí diariamente violencia física y psicológica de parte de muchos líderes», explica a LA RAZÓN. No duda en enumerar alguna de las atrocidades sufridas: «Me pusieron un cuchillo en el cuello, me hacían dormir en la escalera o lavarme la cara y las manos con el agua del inodoro sucio».
Cuando logró escapar, sepultó cada uno de estos recuerdos, hasta que trece años después de salir del Sodalicio. estalló. Decidió contar su historia en seis entregas en la revista «Gente», un referente periodístico de Perú, que era propiedad de su padre. A partir de ahí, volvió a padecer la voracidad del Sodalicio. No solo lograron que los principales anunciantes cerraran el grifo a la publicación, sino que arrancó lo que él presenta como «una cacería»: «Me amenazaron de muerte a mí y a mi hija, cumplieron su promesa de que nadie me contrataría en ningún sitio e iniciaron una campaña mediática para presentarme como el anticristo, el diablo que quería destruir la Iglesia católica».
Hace una semana, el Pontífice argentino le recibía en Roma, una cita de la que salió reconfortado: «Escuchó mucho y habló poco, eso me gustó mucho. No me encontré frente a una autoridad que me decía lo que estaban haciendo para que lo aplaudiera. Solamente hizo dos o tres comentarios muy precisos, como un francotirador que va justo al punto preciso y con su lenguaje corporal me dejó claro que estaba molesto, asqueado y triste con lo que yo he vivido». De su encuentro con el Papa, se lleva grabada una promesa: «Sigue adelante y no tengas miedo. Lo que tú le pidas a Jordi Bertomeu, yo lo voy a firmar».
Francisco aludía al sacerdote español y oficial del Dicasterio para la Doctrina de la Fe que asignó como máximo responsable para destapar toda esta trama junto al arzobispo maltés Charles Scicluna. Ahora Bertomeu es además el comisario pontificio encargado desmontar todo el entramado de este movimiento.
Para Escardó, la supresión del Sodalicio no puede ser el «último capítulo», sino el principio de una nueva etapa: «Todavía el decreto pontificio no está firmado, quiero ver la letra pequeña del contrato». Y es que este cierre a cal y canto requiere plantearse qué hacer con todas las propiedades y los bienes financieros, además de saber si las obras apostólicas (colegios, universidades, cementerios), se clausuran o pasan a otras instituciones eclesiales. «La disolución no es un acto, es un proceso que hay que supervisar. No basta con cerrar una puerta y poner un candado, porque el Sodalicio es experto en meterse y salirse por cualquier rendija».
Eso, sin contar con el destino de los laicos, sacerdotes y monjas que de una manera u otra están vinculados a la plataforma: «Hay muchos inocentes todavía dentro del Sodalicio que viven en las comunidades y no saben que son víctimas de una estructura perversa. Tenemos que cuidar que estas personas hagan una transición que no los dañe, que pueda salvarlos y llevarlos a seguir su vida espiritual en otro lugar donde no sean amenazados».
Así, ya ha sugerido a Bertomeu crear un «consejo de sobrevivientes», porque «nosotros somos los expertos, nosotros sabemos qué pasó, donde está todo ese dinero que acumularon y cómo hacer justicia con las víctimas, que no solo pasa por darles una cantidad económica, porque eso puede revictimizarlas, sino que implica un perdón cara a cara, con terapias…». No se quedan aquí sus peticiones: exige reducir al estado laical a todos los obispos y sacerdotes que han participado directamente los abusos y la corrupción del Sodalicio y a quienes han sido cómplices. Incluso insta a la Santa Sede a que invite al Episcopado peruano a presentar su dimisión en bloque como sucedió en Chile en 2018 por el caso Karadima, que jaqueó a aquel país. «Aquello no es nada, comparado con el poder del Sodalicio», remata Escardó.