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«Estoy harto de todo esto. Que me mate aquí, ya no me importa»

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«Zhenya, si nos revienta una bomba, ha sido un honor conocerte», digo mientras observo un informe sobre la cantidad de casas reducidas a escombros por bombas rusas guiadas. La «Gran Batalla por Donetsk», como ya la han bautizado los medios, está alcanzando su clímax. Una batalla que perfora la tierra exhausta con metales pesados, que desgarra la carne con metralla y llena de humo los pulmones desgastados, mezclándose con el aliento de cientos de cigarrillos encendidos.

Zhenya se ajusta el chaleco antibalas y el casco en plena noche. Llena su mochila táctica con movimientos automáticos. En unos minutos, partimos desde el relativamente seguro Kramatorsk hacia diferentes puntos del frente. La oscuridad es nuestra aliada; nos ofrece la esperanza de llegar al destino sin ser vistos. Pero con el avance ruso, la posibilidad de morir en cada misión es mayor.

«No tendremos esa suerte, Olya. Me temo que estaremos en esa guerra hasta el final», dice con voz grave, rompiendo el silencio de la noche. En las trincheras se cree que morir por una bomba guiada es rápido e indoloro. Tal vez sea una forma de consuelo, porque de una bomba de 500 kilos nadie se salva, ni en un búnker ni en los sótanos frágiles de las casas. Pero nadie sabe realmente qué se siente al desintegrarse en moléculas.

La «mala suerte» de no morir en esa guerra que menciona Zhenya, un militar voluntario de 35 años que ahora trabaja para la televisión militar, no tiene que ver tanto con el dolor físico como con el desgaste emocional. Su destino hoy es Pokrovsk, una ciudad estratégica de Donetsk que el ejército de Putin está cercando poco a poco. Hace apenas un año, esa ciudad ofrecía un refugio de normalidad en medio del caos. Ahora, veo en un vídeo de WhatsApp cómo el centro comercial, antes lleno de vida, está carbonizado, negro de hollín. En la acera de enfrente, un edificio está en llamas.

Como tantos soldados aquí, Zhenya está agotado: de las pérdidas, de los incendios, de las explosiones constantes y de esa sensación de peligro que nunca desaparece. En un búnker, durante un bombardeo, un joven soldado de la 5ª Brigada de Asalto, conocido como «Águila», me dirá con frustración: «Estoy harto de todo esto. Que me mate aquí, ya no me importa. Estoy cansado».

Para él, especialista en defensa aérea, la guerra lleva tres interminables años. Tres años en las zonas más peligrosas del frente. Pero su carga no es solo física; también lo es la monotonía: nuevos búnkeres, nuevos misiles, frío, y el simple esfuerzo de sobrevivir. «La mala suerte» también se refleja en los resultados de la guerra, que, pese a todo el sufrimiento y sacrificio, siguen pareciendo desoladores.

Mientras el coche acelera hacia Konstiantynivka, hago una broma cínica sobre Pokrovsk en llamas. Aquí, la muerte es un tema recurrente, tanto para los periodistas como para los soldados. «Sabes que bromeamos así solo para no perder la cabeza», me explicó una vez «Kira», uno de los combatientes que espero ver hoy.

El rostro de nuestro conductor, Roman, de 23 años, cambia de expresión. Bastan unos segundos para darme cuenta de la torpeza de mi comentario. La guerra, junto con los nervios, parecen haber quemado también las fronteras de lo aceptable. «Lo siento, jolín… ¿Lo entiendes, verdad?». «Tranquila, todo está bien», responde Roman en voz baja.

Saca su teléfono y cambia la música. En la pantalla, aparece una foto de él, sonriente junto a su esposa y su hijo. «Fue el día de nuestra boda», añade, al notar mi mirada. Hace un rato, contaba cómo, cerca de Chasiv Yar, casi lo mata un dron enemigo: «Oímos el zumbido sobre nosotros. ¿Era ruso? Quién sabe». «¿Y saltasteis del coche?», le pregunto. «¿Estás loca? El capitán nunca abandona su barco. Este coche es mi bebé. No lo dejo por nada», responde con una sonrisa mientras acaricia el volante.

Pero ahora parece sombrío. A pesar de su «todo está bien», sé que mi broma fue insensible. Roman es de Pokrovsk, y cada metro perdido es una herida. «Tal vez sea lo mejor. Mi familia nunca habría tenido el valor de mudarse. Ahora viven en Dnipro. Siempre hay que buscar el lado bueno», añade, más para convencerse a sí mismo que para tranquilizarme. Unos minutos después, dice en voz baja: «Pero conozco cada calle de Pokrovsk. Allí pasé mi infancia».

Al despedirnos, me entrega un parche con el dibujo de su coche y su apodo: «Estudiante». Las explosiones están cada vez más cerca. El frente ya no está lejos.

Una explosión. A 500 metros de nosotros, una densa nube de humo se eleva, devorando el cielo azul, avanzando como si quisiera alcanzar el sol. «Otra vez sin suerte», pienso, recordando las palabras de Zhenya. Solo unos minutos y una bomba guiada ha dejado un cráter. Un campo de cuervos negros se dispersa, asustados. El brillo del metal los había atraído. A lo lejos, un cementerio se divisa en el horizonte. «Conveniente, ¿no? Si morimos, nos entierran aquí mismo», bromea Águila, el compañero de Kira. Los mismos chistes de siempre. Aunque, a estas alturas, la muerte ya no parece tan dramática. Un obús aterriza cerca. Al parecer, los rusos han golpeado un señuelo. Los soldados sonríen satisfechos.

Este búnker es amplio y cálido, con una guirnalda azul brillante que le da un toque peculiar. En estas pequeñas madrigueras, la juventud se apaga lentamente. Los soldados incluso tienen su propia escala para calificar los búnqueres. Este lugar merece un «8»: espacioso, cálido y capaz de soportar bombardeos de calibre 120.

Un cigarro se consume lentamente. Los psicólogos dicen que fumar proporciona una especie de conexión con la realidad, una forma de manejar el estrés bajo bombardeos. Mientras, en el «mundo exterior», hoy hablan de la investidura de Trump. «No leo las noticias», me dice Kira, mientras pone otro episodio de anime.

«Kira, dicen que ha comenzado la gran batalla por Donetsk. ¿Sientes la historicidad del momento?», preguntó. Él rueda los ojos con teatralidad y responde con sarcasmo afilado: «¿Historicidad? Dime la verdad, ¿te has vuelto completamente loca?». Las ojeras marcan su rostro por la falta de sueño. Está agotado, su teléfono no deja de sonar. Para un soldado, el «momento histórico» se mide en llamadas interminables. Y el mundo, reducido al estrecho espacio del búnker. La guerra no solo trae peligro, también rutina.

Kira, siempre calmado y optimista, hoy muestra su irritación. Su indiferencia hacia todo lo que lo rodea se refleja en su comportamiento: se mueve en el frente sin chaleco ni casco. Su reacción a las explosiones es un silencio inquebrantable. Como me confiesa, su pasado lo ha preparado para esto. Creció rápido, empezó a trabajar joven, y esa madurez temprana lo ayuda a sobrevivir. Pero su instinto de autopreservación se ha erosionado. Aquí, a solo dos kilómetros del enemigo, actúa como si estuviera en un día en la oficina.

Tiene razones para vivir: en Odesa lo espera su prometida, a quien no ha visto en siete meses. Cada momento libre lo dedica a hablar con ella. Ella, como muchas otras mujeres, está condenada a la espera y a la incertidumbre, mientras se decide el destino de la región y del país.

«Como ciudadana, quiero que ganemos esta guerra. Pero como mujer, quiero que mi hombre regrese a casa», me dice Svetlana, de 32 años, a través de una videollamada.

Otro compañero de Kira, Artem, conocido como «Pogran» por su tiempo en la frontera, comenzó su servicio en 2014, cuando la guerra llegó a su región natal de Lugansk en el este de Ucrania como Donetsk. Tras años en el frente, fue herido en una mina y su esposa lo cuidó hasta que pudo caminar de nuevo. Después de servir en Kyiv y Járkiv, dejó el ejército, pero apenas pudo mantenerse alejado de la guerra por cuatro meses. «Siempre encontraba una excusa para irse, encerrarse en el coche. Le decía: ‘Vuelve a casa, o los vecinos van a pensar que te eché’», bromea Svetlana.

Su solución al trastorno de estrés postraumático fue radical: volver al Ejército. Svetlana dice que, si congelan el conflicto y luego se reanudan las hostilidades, ella no permitirá que regrese al frente. «Ha dado suficiente por su país. Ahora lo necesitamos en casa». Artem confía en su suerte, en que esta vez también regresará con su hija y su esposa.

Águila, el tercer miembro de su equipo, no tiene a nadie esperándolo. A menudo dice que aquí no hay lugar para el amor. «Aquí se trata de sobrevivir. Pero siento que me quedaré en Donetsk. Es como si estuviera destinado a esto».

Con cada día que pasa, siente que la distancia entre él y el mundo civil crece. «Ellos no nos entienden», dice mientras enciende otro cigarrillo. «Fumar causa envejecimiento prematuro», se lee en grandes letras en la cajetilla. Quizás deberían agregar: «Y la guerra también».

«Antes decían: ‘Nuestros hijos, los héroes’. Pero ahora, cada vez que vuelvo, escucho más: ‘Estás loco’. Quizás tengan razón. Quizás estoy loco por haberme ofrecido como voluntario. Ahora nadie quiere alistarse. Quizás estoy loco por amar a mi país y haber sacrificado mi salud en esta guerra».

Al regresar, llamo a mi amigo Zhenya. «Zhenya, si me matan aquí, no escribas en mi necrológica que estaba loca. Escribe que amaba mi país y mi profesión». «Trato hecho. Aunque siempre quise decirte que es extraño que no te haya alcanzado una bomba antes. Pero no te preocupes. Todos aquí estamos un poco locos», responde al otro lado del teléfono.




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