La cautela comercial de Trump con China
A pesar de su retórica incendiaria y las promesas de imponer aranceles del 25% contra México y Canadá, Donald Trump optó por añadir un tibio 10% a China. Este giro inesperado reveló no solo la volatilidad de su política comercial, sino un reconocimiento innegable: Pekín no es un adversario cualquiera, sino el único competidor real de Washington en la «realpolitik» global. Comparado con el devastador efecto que habría tenido un arancel del 60%, esta decisión parece más un guiño o acto de desesperación que un movimiento estratégico. Asimismo, la respuesta de Xi Jinping ha sido sorprendentemente mesurada. No ha lanzado represalias drásticas, lo que sugiere que ambos líderes están operando en un delicado acto de equilibrio. Parece que calculan que, un conflicto comercial a gran escala, podría arrastrar sus economías y, por ende, desestabilizar el orden global en su conjunto.
Irónicamente, la cautela de estos líderes se inspira en los consejos del antiguo estratega confuciano Sun Tzu: «Las mejores batallas son las que nunca se libran». Son conscientes de que una guerra comercial total podría desatar consecuencias catastróficas para sus posiciones de poder.
El espectro de fricciones en la dinámica sino-estadounidense es amplio y continúa su tendencia al alza. Pekín no se amilana: amenaza a Taiwán con agresivas maniobras militares, ha proclamado una asociación «sin límites» con Rusia, y está llevando a cabo un ambicioso aumento de su arsenal convencional y nuclear.
En respuesta a lo que percibe como creciente hostilidad de Pekín, Washington ha implementado medidas económicas de gran alcance, que incluyen la negación de acceso a tecnologías avanzadas y visitas provocativas de líderes del Congreso a Taiwán. Además, está llevando a cabo iniciativas diplomáticas para fortalecer alianzas en Asia y ha iniciado su propio aumento armamentístico. El consenso que alguna vez rodeó una estrategia de compromiso profundo con China ha colapsado. Ahora, uno de los pocos temas en los que demócratas y republicanos coinciden es en la necesidad de adoptar una postura más firme ante Pekín. Este nuevo pensamiento estratégico aboga por un enfoque más agresivo, que no solo incorpora un componente militar coercitivo, sino que también incluye una dimensión ideológica.
Hoy, China y EE UU están inmersos en una rivalidad que ha alcanzado nuevas cotas. Ninguno está satisfecho con el «statu quo»; ambos están atrapados en una competencia feroz que abarca aspectos militares, económicos, tecnológicos, diplomáticos e ideológicos. En este juego de poder, la ausencia de un propósito compartido que pueda suavizar los conflictos es alarmante. Sin una visión común, el futuro de esta relación se perfila sombrío.
Los desacuerdos y tensiones comerciales han emergido como ejes centrales. El bando estadounidense ha expresado serias inquietudes sobre las prácticas chinas en temas críticos como la coerción económica, los derechos humanos, y las situaciones en Taiwán, Hong Kong y Xinjiang, así como los ciberataques dirigidos a su territorio. El ascenso económico y político de China ha suscitado alarma en la comunidad internacional, en particular en Washington, donde la narrativa de la «amenaza china» ha cobrado fuerza, alimentando la percepción de que podría, en un futuro cercano, afirmar su dominio en la región mediante el uso de la fuerza militar.
Esta visión ha llevado a que la nación asiática sea considerada un desafío significativo para los intereses estadounidenses. En contraposición, los líderes chinos abogan sin cesar por el respeto mutuo, la cooperación y el diálogo en sus esfuerzos diplomáticos, condenando la injerencia estadounidense en sus asuntos internos. A pesar de que comparten intereses comunes, las preocupaciones persistentes y las controversias subyacentes sugieren que sus lazos seguirán deteriorándose.
Una vez instalado en la Casa Blanca, Trump firmó un conjunto de órdenes ejecutivas el 1 de febrero que marcaron el inicio de su política económica agresiva, dirigiéndose a Canadá, México y China. Con la invocación de la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional, su Administración justificó la implementación de aranceles aludiendo a preocupaciones sobre la trata de personas, el tráfico de drogas, la migración y los desequilibrios comerciales. Lo que comenzó como un simple ajuste arancelario podría ser el comienzo de una transformación radical en la política exterior de EE UU.