Arte y cultura en el fujimorato
La muerte de Alberto Fujimori, acaecida este miércoles 11 de septiembre, no solo ha significado un revolcón emocional, ya sea para sus adeptos o críticos; su gobierno, que duró diez años en dos periodos presidenciales, también tuvo una implicancia en las manifestaciones artísticas y culturales de la época. Razones sobran: se venía de una megainflación, la lucha contra el terrorismo parecía perdida y tras el autogolpe de Estado de 1992, Fujimori quebró el orden institucional, dando paso a una dictadura maquillada, a la que se le corrió el color a partir de 1997, cuando ya era evidente de que pretendía ir a una tercera elección presidencial cuando sabía que no podía hacerlo.
1992 es un año clave para Fujimori y su asesor Vladimiro Montesinos. Aunque la atención estuvo enfocada en la captura de Abimael Guzmán en septiembre, hay que tener en cuenta que hubo dos hechos que ya empezaban a dibujar al régimen dictatorial: la matanza de Barrios Altos (noviembre de 1991) y de La Cantuta (julio de 1992), ejecutadas por el grupo Colina, escuadrón de la muerte del Ejército peruano al servicio de Fujimori en su guerra de baja intensidad contra el terrorismo.
Hasta este momento, pese a los rumores, la dictadura de Fujimori no era considerada como tal por parte de la comunidad artística e intelectual, no como crítica directa, es decir, como manifestación del discurso que se enarbola. Para cualquier persona con dos dedos de frente, era palmaria una situación dictatorial y del mismo modo el gran apoyo popular de su gobierno. Pero en 1994, tras un largo y penoso proceso, los familiares de las víctimas de La Cantuta recibieron los restos de sus seres queridos en cajas de leche Gloria. Bien sabemos que esta es una marca de leche evaporada que se distribuye en cajas de cartón.
Por entonces, el joven estudiante de Bellas Artes, Eduardo Villanes, realizó, entre 1994 y 1995, una serie de obras bajo el marco nominal de Gloria Evaporada. Al respecto, en noviembre de 2014, Villanes señaló lo siguiente:
“En junio de 1994 los restos de diez personas fueron entregados por la policía a sus familias. Meses antes habían sido secuestrados y asesinados por un escuadrón paramilitar, luego carbonizados con kerosene para evitar su identificación. Como acto de desprecio los restos se entregaron en cajas de cartón, la mayoría de leche Gloria”.
Se trató de una abierta crítica a un régimen con todos los recursos a la mano para reprimir, lo cual puso a Villanes en la mira de los agentes del SIN.
Otro artista que estuvo en la mira del SIN fue Herbert Rodríguez.
Era 1998 y la infiltración de los agentes del SIN en las marchas, que se congregaban en la plaza San Martín, ya se había convertido en una práctica habitual. Escenario peligroso, pero en el cual se fundó el Averno, centro cultural alternativo ubicado en la segunda cuadra del jirón Quilca. El Averno era el espacio de operaciones en donde Rodríguez hacía sus pancartas y afiches contestatarios en contra de la dictadura. No pocos de ellos, como es la onda del artista, tremendamente provocadores, siguiendo la ruta emprendida en los ochenta, cuando en las universidades hacía lo mismo ante la presencia de Sendero Luminoso.
Obviamente, Villanes y Rodríguez no fueron los únicos artistas quienes desde su creatividad señalaron al régimen como lo que era, pero sí de los pocos que lo hicieron a sabiendas de los peligros que corrían. Ambos tuvieron la urgencia de expresar y la honraron de acuerdo a sus posibilidades. Lo que hicieron es un patente testimonio de época.
Tras la renuncia de Fujimori a la presidencia el 19 de noviembre del 2000, el país emprendió otra ruta. Pero por extraño que parezca, ese decenio no ha inspirado suficientes obras como sí la década del ochenta. Pensemos en la literatura de ficción (en no ficción tenemos una producción abundante), que debemos contar con los dedos, relacionadas a la dictadura fujimorista.
Un puñado de títulos que haríamos bien en (re)leer. Fue una época que lo tuvo todo para ser novelable: política, corrupción, espionaje, tráfico de armas, comandos paramilitares, periodistas operadores, revueltas sociales, sexo, mentiras y videotape.
Apunten (la lista puede aumentar): Grandes miradas de Alonso Cueto, CIA Perú. El espía innoble de Alejandro Neyra, Días distintos de César Sánchez Torrealva y La ciudad de los culpables de Rafael Inocente. Aunque no la leo aún, pero por las coordenadas descritas, añado La lealtad de los caníbales de Diego Trelles; más la novela de este servidor: La cacería (2005), que no reeditaré.