Rafael López Aliaga: ¿Un alcalde o un virrey en pleno siglo XXI?, por José Ragas

La capital del país cumplirá 490 años de su fundación española este sábado. Se trata de un cumpleaños un tanto agridulce para una ciudad con cierto encanto, pero compleja y no siempre amable con sus habitantes. El desazón y desconcierto respecto de este nuevo aniversario tiene un responsable principal: el actual alcalde, Rafael López Aliaga, del partido Renovación Popular.

Desde que asumió su cargo, López Aliaga ha decidido asumir un rol más cómodo de virrey antes que ejercer como alcalde de una ciudad que necesita un manejo transparente y efectivo, algo que Lima no ha tenido en muchos años. Con ello, en vez de mirar a 2030 y asumir los desafíos que se presentan (transporte, seguridad, acceso a agua potable, cambio climático, entre otros), López Aliaga ha preferido regresar a Lima a 1630.

Después de todo, siempre es más fácil jugar a ser virrey e imaginar a la ciudad como una prolongación de las acuarelas de Pancho Fierro antes que tomar medidas que beneficien a sus ciudadanos. Esto no ha sido así, y entre los intentos muy forzados por posicionarse como candidato presidencial y medidas dirigidas a su grupo ideológico, como las que analizamos a continuación, Lima continúa un marcado declive en espacio y recursos económicos.

Hay tres medidas que el virrey-alcalde ha buscado instalar y que no tienen un beneficio directo en la calidad de vida de los limeños, salvo para el pequeño grupo que lo aplaude. En primer lugar, el proyecto de introducir carruajes de paseo en el casco histórico de la ciudad. La propuesta buscaba combatir el problema del congestionamiento vehicular mediante carruajes tirados por caballos para reducir la “contaminación atmosférica” y “reducir el número y la velocidad de los vehículos”. Se asignó un presupuesto de trece millones de soles y se esperaba que los recorridos cubrieran un área marcada por las iglesias del casco histórico y posteriormente llegaran hasta el Mercado Central.

Cualquiera que haya caminado por el Centro Histórico (con excepción del alcalde, al parecer) sabe lo difícil que es movilizarse por calzadas “peatonales” donde pasan automóviles. Los carruajes funcionan en otras ciudades con propósitos turísticos, y están equipados con infraestructura, personal y animales dedicados a esta tarea y con regulaciones muy estrictas. Implementar esto en Lima expone innecesariamente a animales a un espacio no diseñado para su recorrido, como ocurrió hace unos años en Cartagena (Colombia), cuando varios caballos fallecieron por el maltrato de estos viajes. Ese dinero podría estar mejor invertido para facilitar la movilidad peatonal con áreas verdes y mantenimiento de calzadas.

En segundo lugar, la implementación de la escenificación del “encuentro” entre el inca Sayri Túpac y el virrey Andrés Hurtado de Mendoza. Esta tuvo lugar días atrás en la Plaza Mayor y es la segunda vez que se lleva a cabo, promovida por la actual administración. Se trata de una representación de un acontecimiento ocurrido hacia fines del siglo XVI, donde Sayri Túpac dejó su refugio de Vilcabamba para dirigirse hacia la costa y reconocer públicamente la autoridad del virrey español en el antiguo territorio del Tahuantinsuyo. La ceremonia (que fue capturada por Guaman Poma de Ayala) significó, además, que el inca recibiese el bautismo cristiano y renunciase a sus derechos al trono. A cambio, se le otorgaría la posesión de una rica encomienda, así como de rentas para vivir en una suerte de cómodo autoexilio.

Un tercer punto, más reciente, es el intento de devolver la estatua de Francisco Pizarro a la Plaza Mayor. La estatua había sido movida en varias ocasiones y parecía haber encontrado su lugar definitivo al costado de Palacio de Gobierno. La llegada de una pareja presidencial en 2001 (más cercana a lo andino que al legado hispano) provocó nuevos cuestionamientos sobre su presencia. Para evitar una posible destrucción, esta fue llevada de madrugada en abril de 2003 al Parque de la Muralla, donde se encuentra ahora.

Al igual que con la escenificación del sometimiento de Sayri Túpac al virrey español, la reinstalación de la estatua de Pizarro (donde será colocada cerca del monumento a Taulichusco) busca imponer la visión romántica de un “encuentro” pacífico entre conquistadores y conquistados. Ambas representan una visión hispanista y distorsionada de lo que significó el proceso de asentamiento y sometimiento de la población originaria en Lima y el resto del territorio. De acuerdo con esta interpretación, el “virreinato” funcionó como un ente administrativo que garantizó los derechos de todos los súbditos, en una armonía total, que fue solo interrumpida por las Guerras de Independencia.

Cualquier análisis serio no resiste esta nostalgia neofranquista de justificación imperial y antidemocrática. El asentamiento español en Lima implicó una serie de procesos que se sostuvieron en la coerción y la violencia, especialmente contra aquellos que no pertenecían al grupo conquistador. Lima fue uno de los centros más importantes de tráfico esclavo proveniente de África y la población originaria quedó confinada en barrios especiales que buscaban su separación del resto del espacio urbano que comenzaba a emerger.

Una visión trasnochada de Lima como la que buscan imponer el alcalde y sus ideólogos solo sirve como escape frente a una ciudad que no alcanzan a comprender, y que está sometida a factores muy severos, algunos de estos provocados por una administración incapaz. López Aliaga ha hecho de la Plaza Mayor su patio de juego, donde se refugia cuando es sobrepasado por las necesidades de la ciudad y de un cargo que le queda muy grande. Los carruajes, incas y estatuas que busca instalar ya le han costado mucho a los limeños, pero el alcalde sigue empeñado en mantener a Lima como a inicios de la colonia antes que asumir su cargo y las responsabilidades que este conlleva en una ciudad cercana a cumplir medio milenio de fundada.