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La acequia, por Raúl Tola

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En mis tiempos de colegio, cuando uno se hartaba de discutir e intercambiar insultos, y necesitaba resolver sus diferencias a puño limpio, se citaba en la acequia. Esta era un torrentoso canal de regadío que llevaba agua a las tres canchas reglamentarias en las que entrenaban las selecciones de fútbol y se jugaban los campeonatos intersecciones o los partidos entre equipos de los distintos colegios religiosos, y que reunía unas condiciones inmejorables como escenario para una pelea. Por una parte, discurría junto al camino que articulaba los estadios, permitiendo que los curiosos se arremolinaran alrededor de los púgiles y los aplaudieran, les hicieran bromas, les echaran tierra o los escupieran mientras tiraban las mochilas, comenzaban a empujarse, se lanzaban combos y puntazos, se rompían las camisas o se revolcaban por el suelo. Al mismo tiempo, estaba delimitada por dos paredes de maleza que la mantenían oculta a las miradas de los empleados, profesores y curas del Inmaculada, que tenían prohibido cualquier enfrentamiento físico y que, cuando ocurrían, los sancionaban con una papeleta amarilla, reservada para las faltas graves y penalizada con uno o varios días de suspensión.

Quedar en la acequia durante el recreo o a la salida de clases era una mezcla de bautismo de fuego, espectáculo salvaje y mecanismo expeditivo de solución de conflictos. Se trataba de una institución que estaba envuelta por una aureola de temeridad y hombría, y que, gracias a la imaginación de los asistentes, que convertían los torpes encontronazos de dos chicos rabiosos y asustados en batallas cargadas de heroísmo y plasticidad, terminó produciendo una verdadera mitología. En algunos casos, los apellidos de dos peleadores se repetían con reverencia hasta acabar el año, como ocurría con los grandes clásicos de las veladas boxísticas de los domingos. Era una forma de popularidad que ennoblecía y, en secreto, todos ambicionábamos.

Si alguien te retaba a la acequia, tenías que aceptarlo. No importaban las diferencias de estatura, fortaleza y experiencia: faltar no era una alternativa. A riesgo de terminar convertido en un paria, relegado al último escalón social de un colegio solo de hombres —el de los lornas sin redención—, lo mejor era tragarse el miedo y presentarse para cumplir el trámite lo mejor posible, aguantando los golpes que tocaran y repartiendo los que se pudiera. Yo nunca bajé a la acequia, aunque estuve muy cerca la última vez que me agarré a puñetazos, con Yribarren durante una clase de educación física, en una de las lozas de fulbito que quedaba al lado.

Años después, escuchando una conversación entre mi papá y unos amigos de su promoción, me sorprendí al descubrir que, en su época, las broncas habían estado tan aceptadas que, en el antiguo local del colegio de la avenida La Colmena, incluso tenían instalado un cuadrilátero y había guantes de box, que los alumnos podían solicitar para disputar un par de asaltos bajo la atenta mirada de un sacerdote de sotana negra que cumplía el papel de réferi. Con los años, comprendí que el cambio que los jesuitas habían tenido en su posición frente a las peleas de estudiantes, pasando de reglamentarlas a proscribirlas terminantemente, tenía todo el sentido del mundo. Detrás estaba la misma lógica que había seguido nuestra sociedad, al crear mecanismos pacíficos, como los tribunales de justicia, en su esfuerzo por evitar que las personas llegaran a asesinarse mientras trataban de solucionar sus diferencias.

Todo este tiempo pensé que esta era una verdad más o menos aceptada y que, en su evolución, luego del terrible aprendizaje de dos guerras mundiales, nuestra especie había entendido que, antes que la ferocidad y la fuerza bruta, debían primar el diálogo, la tolerancia y la convivencia civilizada, consensos mínimos que nos permitían disentir sin matarnos, y que, al mismo tiempo, garantizaban un flujo de información que permitía a las personas contrastar sus ideas, reflexionar, descubrir sus errores y mejorar. Siendo verdad que la violencia es inseparable de nuestra condición humana, se trataba de una aspiración a la que, por encima del resto, debían apuntar nuestras autoridades, esos hombres y mujeres que se encargaban de gobernarnos y dictar nuestras leyes.

Así fue durante los casi tres cuartos de siglo que siguieron a la caída del Tercer Reich, en los que, con altos y bajos, la democracia, la economía de mercado y los procesos de integración se esparcieron por el mundo, permitiendo que la humanidad viviera su época de mayor esplendor. Está claro que las cosas han dejado de funcionar así y que, al menos por ahora, quienes controlan nuestros destinos, o aspiran a hacerlo, más bien han escogido atarantar, abusar de su poder, golpear arteramente, atacar en grupo, mentir y amenazar, es decir, conducirse según las primitivas normas que regían un patio de colegio en la Lima de los años 80. No importa si se trata del hombre más rico del mundo o del alcalde de Lima, de un cacógrafo que escribe para un tabloide peruano o de un periodista de la cadena Fox News, del presidente de los Estados Unidos, del ministro del Interior del Perú o de un patético capitoste del chavismo venezolano.

Más que su ideología, a estos personajes los hermanan unas formas que, en efecto, les han permitido escalar a posiciones de poder, aunque a un costo altísimo para sus comunidades, que suelen terminar intoxicadas, divididas en facciones irreconciliables a causa de una retórica vulgar y belicosa, que habla de enemigos antes que de rivales, no admite el menor disenso y es reforzada por una tormenta de desinformación que diluye la verdad, iguala a todos hacia abajo y trastoca la escala de valores más elementales, normalizando la mentira, el racismo o la ignorancia. Esto, por no mencionar consecuencias como la elevación de las tensiones entre países, la perturbación del sistema de comercio mundial o, en el caso peruano, la falta de una respuesta articulada a la crisis de inseguridad ocasionada por el crimen organizado.

A los psicoanalistas les corresponde un diagnóstico más preciso y serio, pero, luego de revisar muchas de sus biografías, tengo la impresión de que quienes hoy obran así accedieron al poder luego de infancias en las que fueron blanco de las burlas y el maltrato de sus compañeros o sus familiares, y su conducta en buena parte es impulsada por un recóndito deseo de venganza. Como sea, la consecuencia es el asfixiante presente que nos está tocando vivir, con el mundo convertido en una inmensa acequia como la de mi colegio, donde todos parecen vivir para pelearse y correr por sus vidas.




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