Bruma en Notre-Dame
Obvio que a Diego Rivera le interesaba menos España, cuando Francia tenía a París, “La capital del mundo”, nombrada así al principiar el siglo XX. Llegó en 1907 a Madrid pero viajó por Europa hasta lograr instalarse con los galos, en 1911. Hay una obra de Rivera que plasma el afecto a París: de entre la bruma, con el humo de la era industrial como testigo aparece a lo lejos Notre-Dame, rodeada de árboles.
Rivera ocupó en el cubismo un lugar privilegiado junto a Picasso, pero renegó del movimiento y quedó al margen. (Hoy sabemos que es mejor que otros pintores, del estilo). Quizá por eso la respuesta del artista a la pregunta del poeta Carlos Pellicer:
—Diego, ¿qué tanto hiciste durante 10 años en París?
—¡Hacerme pendejo!
El diálogo lo cita Olivier Debroise en su mejor libro, Diego de Montparnasse. Donde se cuenta el fanatismo de Rivera a la discusión estética. No había llegado aún su amor al muralismo y la propaganda política antes que el arte. Como bien escribió Ilya Grigórievich Ehrenburg:
“Era de aquellos hombres que no solo entran en una habitación sino que la llenan. Muchos fueron los oprimidos por nuestra época, pero él no cedió nunca y fue su época la que tuvo que oprimirse”. (Se critica a Rivera por su izquierdismo: él jamás renunció a su activismo comunista. No cualquiera).
No se sabe cómo pintó aquella Notre-Dame nebulosa de inicios del XX, pero seguro no se instaló al lado del Sena con su caballete, a dar pinceladas delante del público. Es un cuadro de 1.30 por 1.30 centímetros. Seguro rondó mucho por esos lugares y observó detenidamente la construcción, no frente a las torres góticas, sino por atrás —se ven los arbotantes—, justo por donde empezó el incendio de este año, que causó conmoción en redes sociales.
El libro de Debroise es único sobre Rivera en París. Documenta paso a paso al creador. Sus discusiones con Picasso, los días de hambre, risas y placeres por el arte; sus amores, su insistencia en jugar con las atrocidades de su cuerpo enorme, gordo, con ojos de sapo que, sin embargo, cautivaba a las mujeres. Es imposible no querer a “Diego Diegóvich”, es este libro recomendable.
Ahora que lo pienso he visto mucha pintura de Rivera, sobre todo después de la exposición que el propio Olivier Debroise realizó para Estados Unidos y que llegó a México a finales de 1984: Rivera cubista, 70 cuadros de enorme belleza estética, muchos de ellos mejor que otros del mismo estilo, incluido Picasso. O cuando tuve la fortuna de ver la muestra del pintor en el MoMA, en 2011 —para recordar su exposición en 1931, la primera vez que un artista mexicano exhibía en Nueva York, en tan importante museo de arte moderno—. Manhattan en pintura de Rivera es belleza e ideología, sí, pero de nivel estético impecable.
Fue después de aquello que estudié su muralismo. Fue después de entender su vida que me cautivó su obra. Ahora lo escribo porque un amigo me recordó la pintura de Rivera sobre Notre-Dame —firmada en 1909—, me hizo ver que en mi columna pasada no mencioné la pieza.
Ojalá un día realicen una muestra con las pinturas de Rivera en Estados Unidos, Francia y la extinta Unión Soviética, entre otros países y ciudades capitales. Sería revelador.