La línea roja
La historia de Dafne sirve para trazar, como en un mapa y con el instrumental que nos ofrece la mitología, la línea roja que no debe traspasarse en la interacción entre las mujeres y los hombres. La línea roja es la misma desde el principio de los tiempos, cuando menos desde que existe el registro de la interacción entre los sexos, cuya narrativa sigue vigente en esas historias que escribieron los antiguos griegos para nosotros, los atribulados habitantes del siglo XXI.
Cuando un hombre cruza esa línea roja aparece el machismo, el abuso, a veces la violación y en casos extremos el asesinato. El movimiento #MeToo empieza, y se expande, a partir de esa línea roja.
La historia de Dafne nos ofrece valiosas claves, extraídas de la observación permanente, atenta, sistemática de la relación física y psíquica entre los cuerpos de diferente sexo. No sería exagerado decir que en esa relación, en ese continuo forcejeo, está fundamentada la civilización.
Dafne era la ninfa de la montaña, era hija del río Peneo y sacerdotisa de la Madre Tierra. El día en que esta historia acontece Apolo la ve pasar, se fija en ella y comienza a perseguirla por el bosque, a través de la montaña que es el dominio de la ninfa, por eso Dafne logra, al principio, escapar. Apolo va tras ella, cada vez que el viento agita la ropa de la ninfa, el dios ve un brazo, un muslo, el cuello cuando el viento le revuelve el cabello; Dafne es bellísima y Apolo está decidido a hacerla suya, la sigue desesperado, le grita, según nos cuenta Ovidio en Las metamorfosis, “no sabes de quién estás huyendo y por eso huyes”, una sentencia que hace a la ninfa huir más rápidamente, lo cual desespera a Apolo que no solo la ve a lo lejos, corriendo entre los árboles, haciendo visibles ocasionalmente partes de su cuerpo; también la huele y es capaz de distinguir sus huellas en la tierra y en la hierba, las huellas de esos pies que ya adora. El dios persigue como un animal a la ninfa, Dafne es su presa y el miedo que le provoca ese hombre que la persigue la hace desplazarse muy rápidamente por el bosque, pero ella es una ninfa y el un dios que fue alimentado por Leto, su madre, con néctar y ambrosía, y a los cuatro días de nacido ya cazaba con arco y flecha y, en el momento en que va persiguiendo a Dafne, ya tiene un amenazante historial de dios que puede consultarse en cualquier libro de mitología; su padre era Zeus, no hace falta añadir más.
Apolo termina alcanzando a Dafne, se le acerca y ella siente su aliento en el cuello, parece inminente que el dios va a hacerla suya, y la ninfa, al sentirse acorralada, pide ayuda a su padre, que como dije hace unas líneas es el río Peneo, le dice, otra vez de acuerdo con la versión de Ovidio: “¡Ayúdame, padre, si los ríos sois divinidades, echa a perder cambiándola, esta figura con la que he gustado demasiado”.
El padre ayuda a su hija, cuando Apolo está a punto de abrazarla, y de llevársela lejos de su montaña, ella comienza a transformarse en un árbol, en un laurel, el dios la ve crecer y expandirse, se queda asombrado de lo que acaba de suceder, el padre de la ninfa la ha transfigurado pero, en su nueva forma, Dafne conserva su belleza, una belleza que Apolo no olvidará jamás, ya no va a perseguirla y, en su recuerdo, dispone que todos los héroes victoriosos sean señalados con una corona hecha de ramas de laurel.
Dafne no renuncia a esa belleza, que en el momento de la persecución de Apolo le resultaba una carga, sino que, sin dejar de ser bella, se planta ante su perseguidor de otra forma, con otra actitud, con la del laurel que, al estar agarrado a la tierra, es inamovible. Apolo entiende el mensaje, sin dejar de desearla retrocede.
Desde nuestro siglo, con los parámetros del mundo occidental, no es difícil identificar en la figura de Apolo al hombre poderoso, al jefe, al director general, al dueño de la compañía; y a Dafne la identificamos con lo que es, la mujer que está en desventaja física, pero también jerárquica, pues él es un dios y ella una ninfa; la configuración contemporánea sería la del jefe y su subalterna.
La línea roja va de la actitud de Dafne, de ese plantarse frente a su acosador, a la reacción de Apolo, que después de lo visto desiste.
El padre de la ninfa, el río Peneo, redondea la historia, él es quien la convierte en laurel, es, además de su protector, quien le ha dado los inputs necesarios para sobrevivir en la montaña y, sobre todo, es su nexo originario con ese mundo masculino al que también pertenece Apolo.
Jung veía en el padre de Dafne a una serpiente, por la forma que tienen los ríos; una serpiente que forma un círculo mágico alrededor del laurel; de esa forma establece la influencia del padre sobre la hija, su poder sobre ella que incluye todo lo que le ha enseñado.
Quizá la línea roja en esta historia la trazan los tres personajes: Apolo, Dafne y su padre, que en realidad representa los recursos que tiene la ninfa para defenderse del acoso sexual del dios. La línea roja queda trazada para no cruzarla, ese es el final de esta historia: Dafne ha conseguido reconducir el deseo desbocado de Apolo. Porque una vez que se cruza la línea roja se entra en otro territorio, en otra historia que también nos han contado, con sus múltiples vertientes, los antiguos griegos, pero esos ya son otros mitos.