En espera de los resultados
Lo que cuenta son los resultados. Los libros y folletos de vocación edificadora te hablan de que el camino es la gran aventura pero, miren ustedes, emprender el viaje nada más porque sí, sin anhelar lo que codician los mortales ambiciosos, no tendría demasiado sentido. Se puede disfrutar un tanto el recorrido de la ruta, o vivirlo como un auténtico viacrucis, pero la sensación plena de haberte enriquecido con la experiencia suele tener lugar, sobre todo, cuando terminas por consumar la empresa.
Vivimos, de todas maneras, en unas sociedades que premian el éxito y que descartan prácticamente todo los demás. Y esto, en un entorno de feroz competitividad. Pues bien, aquí pareciera que no nos hemos enterado todavía: seguimos glorificando un pasado mítico y privilegiando los usos y costumbres de siempre. Para mayores señas, la reforma educativa que promovió el régimen de Enrique Peña no era tal vez una verdadera revolución en torno a los métodos de enseñanza; parecía, más bien, una suerte de arreglo laboral para combatir las prácticas corporativistas instauradas por el antiguo régimen priista para agenciarse los favores electorales de sus clientelas. Así y todo, era un paso en la buena dirección. Ocurrió, sin embargo, que la tal reforma se volvió un asunto “político” en el peor sentido de la palabra. O sea, que fue moneda de cambio: su cancelación devino en promesa electoral y el mero ofrecimiento de revertirla sirvió para cosechar votos.
Se dicen muchas mentiras y las partes interesadas se dedican a explotar el atávico victimismo de nuestra gente: a un esquema de mínimas exigencias respondieron denunciando que se trataba de un modelo “punitivo”; rechazaron la implementación de mecanismos de evaluación pretextando que se trataba de una embestida en contra del gremio magisterial; el simple diagnóstico de que la educación pública no anda nada bien en este país les pareció “un brutal ataque y desprestigio a los docentes”; y, el colmo, lanzaron la acusación de que era una medida “privatizadora” siendo que no hay nada más privatizador, en los hechos, que transferir las plazas del Estado mexicano —pagadas con el dinero de los impuestos de todos los ciudadanos— a los cabecillas de un grupo para que las repartan a su antojo o para que… ¡las vendan!
Y, sí, se ha instaurado una especie de orden global edificado sobre la mentira. No son únicamente las redes sociales el espacio donde se propalan masivamente todas las falsedades: lo verdaderamente grave del asunto es que las falacias las difunde el poder político sin mayores reparos. No son ya las promesas engañosas de siempre: son informes distorsionados, cifras inventadas y falsificaciones trasmitidas de calculada manera.
Y lo más extraño es que a la gente parecieran no importarle los datos duros. Las personas se dejan llevar por el impulso de seguir y dar crédito a quien más se conecta con sus propios sentimientos y su visión personalísima de las cosas: hay mucho enojo detrás de todo ello, desde luego, y una permanente insatisfacción con el orden establecido. Hay también un desencanto con la democracia o, mejor dicho, una primigenia desvaloración de lo que un sistema democrático puede aportar en términos cotidianos, es decir, en la práctica. La escandalosa corrupción de los gobernantes ha pasado factura, es cierto, y la ausencia de un verdadero Estado de derecho en el que las garantías más básicas estén aseguradas empeora todavía más todo en un país, como México, donde ésa, precisamente ésa, sería una de las grandes asignaturas pendientes de la nación entera.
No tenemos una verdadera justicia y la impunidad alcanza niveles absolutamente perturbadores. ¿De qué demonios nos ha servido la democracia, entonces? ¿Los únicos beneficiarios han sido los saqueadores y la “mafia del poder”? De esta realidad puede, justamente, nutrirse el gran discurso renovador del actual régimen de Morena. Y es ahí, también, donde el presidente de la República se conecta directamente con sus seguidores, millones y millones de ellos: hombre de usos sencillos, nos ha prometido a todos que va a acabar con la podredumbre. Y, su fuerza está precisamente en esa esperanza de cambio que ha sembrado. El tema, sin embargo, es que no todo el orden actual necesita ser desechado ni destruido. Y no porque hubiere sido acaparado en su momento por el “neoliberalismo” sino porque los logros democráticos de México, que no son pocos, y la creación de nuevas instituciones representativas se deben a los esfuerzos constantes de muchísimos ciudadanos. O sea, que hemos sido todos quienes hemos construido lo que ya tenemos: organismos de fiscalización, un gran instituto para llevar a cabo elecciones confiables, entes independientes del poder político central…
Eso es patrimonio nuestro y el debilitamiento de las instituciones nos afectará universalmente a los ciudadanos, aunque ahora no nos demos cuenta.
Ahora bien, al final nos quedaremos nada más con los resultados. Con los hechos reales y verificables, a pesar de todos los pesares. Esperemos que la balanza sea positiva…
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