Fui testigo de un acto de humanidad
Una de las definiciones de humanidad es la capacidad de amar, de cuidar a los demás y preocuparnos por su bienestar. Es, por tanto, uno de los valores que más debemos fomentar y preservar, ya que es la base de la convivencia armónica y pacífica que construye relaciones más fuertes con los demás.
Humanidad es también la capacidad de reconocer y respetar la dignidad de cada persona y el derecho a la vida, así como la capacidad de los seres humanos de ser compasivos, solidarios y empáticos.
Humanidad fue lo que tuve la oportunidad de ver hace un par de semanas en una calle de Naranjo, donde una adulta mayor corrió de forma inmediata a ayudar a un perrito que fue atropellado por un vehículo. Fue desgarrador y profundamente esperanzador ver cómo, sin pensarlo dos veces, lo tomó en la calle, mojado y cubierto de sangre, y le introdujo los intestinos; luego, con gran amor, lo colocó en la acera de su casa, con la evidente intención de permitirle tener una muerte digna.
Sentí un vacío enorme en el alma, porque, para ser honesto, nunca había visto una conducta opuesta a la de aquellas personas que no tienen respeto por la vida, quienes, al igual que los seres humanos, también sufren y sienten dolor cuando están enfermos o son agredidos.
Me cuestioné el antagonismo entre la humanidad y la decadencia social diaria. Por increíble que parezca, algunos son incapaces de compadecerse, solidarizarse o ser empáticos. Por el contrario, cunde la decadencia social, que se define como aquello que se opone a todos los valores del existir instintivo y biológico del hombre y la mujer.
El antagonismo entre el bien y el mal cada vez se hace más grande, ya que en más de cinco décadas de existencia solo he visto una vez un acto de compasión y amor tan grande como el que relato.
Los medios de comunicación todos los días nos informan sobre actos atroces de gente que irrespeta la vida, que un día atropella y mata a un animal indefenso y otro día lo asesina a sangre fría dándole un veneno que le causa un sufrimiento terrible antes de fallecer, o lo maltrata, no le brinda el cuidado adecuado o lo utiliza como medio para enriquecerse, obligando a las hembras a parir una y otra vez.
De todas las formas de decadencia y deshumanización, lo más degradante y reprochable es la pobreza de espíritu de quienes, pudiendo ser procesados judicialmente, quedan impunes debido a las circunstancias o a la vergonzosa conducta de producir un daño en la noche o amparados en el anonimato.
Pero, lo quieran o no, una fuerza superior en el universo tarde o temprano cobra las facturas de aquellos inocentes que no tuvieron la posibilidad de defenderse. Debemos cuestionarnos todos sobre la necesidad de fomentar la humanidad en nuestras vidas y denunciar las conductas de aquellos que desprecian la vida, sin tomar en cuenta que los animales, a diferencia de nosotros, no tienen la capacidad de reconocer si están cometiendo alguna falta.
Como bien dijo Martin Luther King, nunca, nunca hay que tener miedo de hacer lo correcto, especialmente si el bienestar de una persona o un animal está en juego. “Los castigos de la sociedad son pequeños en comparación con las heridas que infligimos a nuestra alma cuando miramos para otro lado”.
Antonio M. Claret, religioso español, sostenía que ante el silencio cobarde y la tibieza de muchos, debemos ser “piedras que gritan”, es decir, denunciar las conductas inhumanas que originan la decadencia que vivimos, ya que no en todas las ocasiones los inocentes encontrarán a alguien con templanza, hidalguía, compasión, solidaridad y empatía para luchar por los derechos de aquellos que no tienen voz.
El autor es abogado.