Editorial: Gran regresión en México
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) alcanzó el poder en México prometiendo una “cuarta transformación” que llevaría al país por nuevos rumbos de crecimiento, justicia, honestidad, transparencia y equidad. Lo que ha ocurrido es muy distinto. El país se encamina hacia una enorme regresión, con efectos potencialmente demoledores.
Si bien desde su elección en el 2018 AMLO logró reducir la pobreza mediante transferencias a sectores desposeídos y se comportó, en lo personal, con honestidad, su mandato, de corte populista, rasgos izquierdistas y orientación estatista, ha generado innecesarias confrontaciones, deterioro institucional, creciente inseguridad, distorsiones económicas y pésimas decisiones gubernamentales.
En este, su último mes como presidente, la arremetida contra pilares básicos de la democracia se ha acelerado. Su intención, ya parcialmente lograda, es doblegar al Poder Judicial, dar mayores potestades a las Fuerzas Armadas, eliminar o quitar autonomía a importantes instituciones gubernamentales, y, así, reducir los controles sobre el Ejecutivo. De este modo, su partido Morena podrá ejercer un poder con mínimos controles y rendición de cuentas.
El país está, por ello, ante un amplio y profundo retroceso en múltiples sentidos. Causará demoledores daños a la democracia, que tanto avanzó desde comienzos de este siglo, tras la derrota del enquistado Partido Revolucionario Institucional (PRI); además, perjudicará seriamente el desarrollo del país y el bienestar de su población.
En las elecciones celebradas el 2 de junio, la candidata oficial, Claudia Sheinbaum, alcanzó casi el 60 % de los votos, la coalición constituida por Morena y otros dos partidos excedió los dos tercios en la Cámara de Diputados y está a un escaño de lograrlo también en el Senado. Tal es el umbral necesario para pasar reformas constitucionales.
Sheinbaum tomará posesión el 1.° de octubre, pero el nuevo Congreso de la Unión (federal) fue constituido el 1.° de setiembre. Como resultado, AMLO dispone de este mes para, debido a la docilidad de la presidenta electa y a la supermayoría que él no alcanzó hace seis años, festinar las enmiendas a la Constitución que no consiguió pasar antes.
Sheinbaum ha avalado la estrategia, y el miércoles la Cámara Baja votó a favor de la reforma judicial. Falta la discusión y decisión del Senado, donde el gobierno está a un voto de los necesarios para que se materialice.
La iniciativa hará que todos los jueces federales, incluidos los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y de los tribunales electorales, sean elegidos por votación popular, en lugar de ser seleccionados, como ahora, mediante un sistema de exámenes y nombramientos calificados. AMLO argumenta, con pasmosa ligereza, que esto “democratizará” el Poder Judicial. Al contrario, lo expondrá a gran inestabilidad, estimulará espurias influencias y reducirá drásticamente su independencia.
En un país que, como México, padece amplios enclaves de corrupción endémica y donde los carteles del narcotráfico ejercen enorme poder, el riesgo de que tales elecciones se conviertan en instrumentos para sus nefastas influencias es muy alto. A esto se añadirá la interferencia de los partidos con mayor capacidad para movilizar a los votantes, en particular el de gobierno. Resultado: una enorme inseguridad jurídica.
El avance del cambio constitucional ha provocado protestas generalizadas de la judicatura, rechazo de la sociedad civil organizada, críticas de sectores empresariales e, incluso, de sus principales socios comerciales, Estados Unidos y Canadá. Ya han sido congeladas algunas inversiones previstas y el peso se ha devaluado sensiblemente.
AMLO no piensa detenerse aquí. También procura colocar a la Guardia Nacional, una suerte de policía federal creada por él, y que hasta ahora ha sido en extremo ineficiente, bajo el control del Ejército. A esto se añaden iniciativas para eliminar órganos autónomos, como el que regula la energía y, peor aún, el Instituto Federal de Acceso a la Información. Ya había fracasado en cortar funciones al Instituto Nacional Electoral, pero nada garantiza que no lo intente nuevamente en el corto tiempo que queda.
Quizá algo pase en el Senado que impida el cambio constitucional más consecuente; quizá no haya tiempo para apresurar los otros; quizá, de aprobarse, la legislación necesaria para habilitar las reformas constitucionales logre al menos atemperarlas. Nada de esto es seguro. La única certeza es que la democracia mexicana enfrenta su mayor desafío en 24 años y que difícilmente saldrá incólume de esta coyuntura.