Pensar a largo plazo
Circulan muchas expresiones cliché acerca de que somos lo que hacemos y no lo que decimos que somos; algo así como aquella frase bíblica según la cual “por sus frutos los conoceréis”.
En la disciplina de la planificación, se analiza cómo lo que imaginamos del futuro nos conduce a tomar decisiones en el presente para dar consistencia a esas imágenes. No por casualidad, una de las máximas que más promueve el pensamiento estratégico es la atribuida al filósofo René Descartes: “pienso, luego existo”, que plantea una gran oportunidad y una amenaza a la vez. ¿Qué sucede si las decisiones que se toman no están inspiradas en una visión del futuro concebida previamente?
Decía Séneca, el estoico, que “no existe viento favorable para el marino que no sabe hacia dónde va”; y es precisamente en este punto donde una visión del futuro construida de manera colectiva, socializada y apropiada por las personas se torna fundamental.
En un diálogo entre Einstein y Heinrich Zangger en diciembre de 1919, citado por Hannah Arendt, Einstein indicaba que “el mundo tal como lo hemos creado es un proceso de nuestro pensamiento. No se puede cambiar sin cambiar nuestro pensamiento”.
La planificación ofrece una serie de herramientas y un método que ejercita el pensamiento en el futuro, es decir, construir una visión y elaborar escenarios de lo que aún no ha sucedido. No significa predecir el futuro, sino reflexionar sobre lo que podríamos encontrar en él y ver qué tan preparados estamos.
Sin embargo, pensar en lo que aún no sucede no resulta un ejercicio sencillo. La gran mayoría de las personas se enfrentan a modelos mentales arraigados que las hacen pensar en lo inmediato y limitan el espacio a lo conocido, en una zona de confort donde la incertidumbre es menor. La dificultad de pensar en el futuro, especialmente a largo plazo, se basa en lo que se conoce como “supuestos anticipatorios”: un conjunto de estructuras mentales que definen la imagen de lo que aún no ha sucedido dentro de ciertas ideas inamovibles.
A finales del siglo XIX, en un proyecto muy ambicioso que, traducido del francés, significa En el lejano 2000, se reunió un grupo de personas prominentes de la ciencia, la matemática, el arte y la religión. De la mano de pintores reconocidos, crearon imágenes sobre cómo serían las cosas en el año 2000, es decir, 100 años en el futuro. Se trazaron imágenes de la educación, los pasatiempos, los medios de transporte, las construcciones, la medicina, las comunicaciones y el trabajo, entre otras, que ofrecen una mezcla interesantísima de novedad y tradición; y ninguna de ellas tiene una elaboración distópica.
Quienes participaron en el ejercicio acertaron en muchas cosas, como objetos voladores, la nube de internet, sistemas de correos veloces, rescates aéreos y tecnología realizando trabajos humanos. Sin embargo, hubo aspectos en los que no acertaron, como la mujer estudiando, trabajando o dirigiendo empresas. Tampoco se anticiparon el aislamiento de las personas en residenciales o condominios, la congestión vehicular ni las migraciones.
En una interpretación de lo ocurrido, se observa cómo los “supuestos anticipatorios” que prevalecieron en aquel momento se fundamentaban en la creencia de que sería el desarrollo tecnológico lo que daría forma al futuro lejano en las principales actividades humanas. No obstante, la cultura y los valores se mantuvieron casi sin variación.
Probablemente, si en este momento se llevara a cabo un ejercicio similar, algo así como En el lejano 2100, aunque la tecnología seguiría siendo el gran impulsor del cambio, aparecerían aspectos como la situación climática, las migraciones, el acceso al agua, la colonización espacial y la aglomeración en las ciudades. Muy probablemente, los valores tendrían mayor peso que en 1800. De la misma forma, algunas imágenes podrían resultar más orwellianas.
Si se trae esta reflexión al espacio más cercano, la necesidad de conjeturar sobre el futuro del país, del mundo, de la empresa y de la familia es fundamental. Es posible que no sea viable visualizar todo lo que está por venir, pero lo esencial es imaginar futuros posibles más allá de la condición inmediata en la que estamos. Desde luego, enfrentaremos limitaciones por la forma en que hemos sido alfabetizados, educados y formados. Por ello, necesitamos alfabetizarnos en pensamiento estratégico.
Es imprescindible aprender sobre educación financiera y vial, así como sobre fundamentos básicos de convivencia y cooperación desde la educación primaria, y agregar el pensamiento a largo plazo dentro de la malla curricular para la transformación educativa.
Urge visualizar cuál debe ser el futuro de la educación, la salud, la seguridad y el empleo, entre otros asuntos. De lo contrario, no seremos capaces de determinar si las leyes que se aprueban, las políticas públicas que se formulan y las decisiones que se toman están orientadas hacia un mañana que deseamos o si vamos a la deriva; o, peor aún, si navegamos hacia un lugar donde la mayoría no querría ir.
La idea de pensar en posibilidades también abre la mente a cuáles son las acciones que deben tomarse en el presente, a qué cuestiones dar prioridad, qué equipos humanos se requieren y en qué plazo estaremos alcanzando resultados. Pensar estratégicamente no asegura el éxito, pero sin duda nos da más probabilidades de acertar.
Juan Carlos Mora Montero es doctor en Gobierno y Políticas Públicas.