Serpientes jarreteras
Hay quienes menosprecian al lector de ficciones policiales. Le atribuyen ser un tipo de lector superficial, de escaso mérito, al que solo entretiene la trama porque fluye revestida de misterio, impaciente por llegar al final después de haber dado, página tras página, palos de ciego.
Borges pensaba otra cosa. Pensaba que se trataba de un lector lleno de sospechas, que lee con incredulidad, con suspicacias, una suspicacia especial. Lo ilustraba de una manera curiosa: si, por ejemplo, ese lector abría el Quijote porque se le decía que era una novela policial, y leía: “En un lugar de la Mancha…“, suponía que aquello no sucedió en la Mancha, y luego: ”…de cuyo nombre no quiero acordarme", se preguntaba por qué no quiso Cervantes acordarse: seguro porque era el asesino.
A veces, sin embargo, el relato policial abre la puerta a percepciones abrumadoras, que trascienden de lejos el interés de la trama. Así, por ejemplo, en el que tengo entre manos, el detective del cuento observa un nido de serpientes jarreteras que se instalaron en una choza abandonada, el escenario del crimen, entre los tablones y la madera podrida. Observó doce, pero cuando arrancó las tablas del suelo, encontró el resto: la más pequeña parecía medir unos treinta centímetros de largo; la más grande, casi noventa. Se enroscaron unas con otras y las franjas amarillentas brillaron como tubos de neón en la penumbra. Algunas empezaron a estirarse para exhibir sus colores y a sisear, en señal de amenaza. Podías desentenderte de ellas y fingir que no iban a hacerte ningún daño, y que, por tanto, no había motivo para obligarlas a que se fueran: pero podría llegar el día en que donde hubo una docena, hubiera cientos de ellas, y las viejas tablas y la madera podrida no serían suficientes para contenerlas. De poco servía olvidarlas o ignorarlas.
Imaginé que percibía el olor del almizcle que las jarreteras liberan de las glándulas que tienen en la base de la cola. Levanté los ojos y miré el mundo; me pareció observar que, de un tiempo a esta parte, la maldad crece y se expande a la manera de las serpientes cuando se alertan y se estiran. No es que no hubiera ocurrido antes, solo que entonces los acontecimientos eran, en cierto modo, lejanos y no teníamos cruda percepción de ellos.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.