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La tribu de los Marubo y nuestra adicción a las pantallas

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En lo profundo del Amazonas, a semanas de distancia de cualquier ciudad, viven los Marubo. Una tribu de 2.000 personas, fuera del alcance del resto del mundo hasta hace un año, cuando les donaron una serie de sistemas Starlink y ahora tienen Internet satelital de alta velocidad.

La relación de los humanos con la tecnología moderna es compleja y multifacética. Somos adictos a nuestros celulares. Los llevamos con nosotros siempre, a cada habitación en la que entramos. Consumimos contenido digital diseñado para saturar los sistemas de recompensa de nuestro cerebro. Nos engancha adrede y para que otras cosas no logren competir por nuestra atención, y así pasa la persona promedio más de seis horas y 40 minutos al día pegada a una pantalla. Consecuentemente, esto tiene efectos nocivos en la sociedad global.

Desde que aparecen las redes sociales modernas, ha surgido una epidemia mundial de soledad, con probable relación a nuestra pérdida comunal de habilidades para socializar e interactuar en persona. Simultáneamente, las tasas de depresión y conductas autolesivas se han potenciado. No debería sorprendernos que hoy las personas reportamos estar menos felices que hace 15 años, según el Reporte Global de Felicidad más reciente.

Nuestros cerebros, en comparación con la tecnología que nos rodea, son primitivos y están en desventaja evolutiva ante la cantidad de información que ingresa a ellos. Pero particularmente vulnerables son los cerebros de los niños y adolescentes, aún en desarrollo, y que, consecuentemente, serán los que más sufran por su uso desregulado. Estudios de la American Academy of Pediatrics han descubierto que el tiempo total frente a una pantalla y tener el televisor encendido de fondo de forma habitual se relacionan con un menor nivel de habilidades lingüísticas y socioemocionales en los niños pequeños, además de interferir con el sueño y el rendimiento académico.

Por supuesto, es imposible ignorar los enormes impactos positivos de la revolución tecnológica moderna. Nuestros celulares tienen mucha más capacidad de procesamiento que la computadora del Apollo 11, por lo que tenemos, a tan solo unos segundos de distancia, toda la información del mundo. Esto ha democratizado la educación y el conocimiento, y ha reformado las posibilidades de creatividad y expresión. El Internet ha hecho posible que cualquier persona tenga voz y plataforma, y nos ha permitido la conexión global permanente. Dondequiera que estemos, podemos recibir reportes en vivo y en directo desde las casas y calles de Gaza, Kiev, o Caracas, y esta abundancia de información ha transformado la forma en que entendemos y respondemos a los eventos globales.

Pero es esencial que desarrollemos consciencia de lo que implica tener esta inmediatez e infinidad en las palmas de nuestras manos. El siglo XXI presentará retos totalmente impredecibles en una escala de cambios sin precedentes. Aprender a discernir entre qué es útil y qué es potencialmente dañino es, posiblemente, la única manera de adaptarse. Hay que aprender a usar la tecnología sin que la tecnología nos use a nosotros. El Center for Humane Technology sugiere prácticas cómo establecer límites de tiempo en las pantallas, desactivar notificaciones innecesarias, eliminar aplicaciones potencialmente dañinas, y tener momentos de desconexión digital para mitigar los efectos adversos.

Nueve meses luego de que instalaron su Internet, Jack Nicas, del New York Times, fue a visitar a los Marubo en su rincón de la Amazonía brasileña. Reportó que ahora pueden recibir ayuda rápida ante emergencias como mordeduras de serpiente, y que están educándose y aprendiendo sobre ciencia y tecnología, pero que muchos de los adolescentes ahora pasan encorvados usando el teléfono, jugando videojuegos violentos, y que, en general la tribu, tiene problemas con la pornografía.

Saltar tan repentinamente siglos de avances tecnológicos es, evidentemente, un cambio desmesurado y monumental, y aunque en el resto del planeta llevamos décadas interactuando con computadoras y teléfonos inteligentes, este sigue siendo un ejemplo ilustrativo de nuestra realidad.

Mientras navegamos los desafíos y oportunidades que la tecnología nos presenta, debemos mantener un enfoque crítico y consciente. Quizá en un futuro no tan lejano, veremos en retrospectiva y lamentaremos habernos permitido consumir y utilizar tanto las redes sociales y el celular; sin embargo, aún podemos reaccionar colectivamente y establecer normas que nos permitan tener una relación saludable con la tecnología, como intentamos tenerla con las drogas y la comida chatarra. La clave radica en la educación y en una implementación de herramientas para el siglo XXI que nos permita equilibrar los beneficios de la tecnología con el bienestar humano.

felipedelagarzam@icloud.com

Felipe De la Garza es médico.




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