Ay, querido hermano al que nunca nada bueno escribieron
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El amor entre hermanos no es un tabú, sino una evidencia que no se verbaliza. No se les escribe a los hermanos. No se les canta en exceso en la tradición popular. Su día, al contrario que el del padre y de la madre, yace encerrado en un cajón, lejos de las superficies comerciales. El hermano simplemente está ahí y no importa. Es mi hermano. Se sabe. Se entiende. Pero no se dice. Eso jamás. O muy poco, lector, muy poco se dice 'te quiero' a un hermano.
En el flamenco, esta figura aparece siempre entre postreros estertores. Agonizando, asesinando, en el presidio, en el rechazo. Todo es muerte y frustración cuando surge el hermano. Desgracia suprema, final, prostitución. La copla tiene a la madre en un espacio idealizado. Al hermano, en el rincón de las lamentaciones. Cuando la vida aprieta, sin embargo, sí se recurre a él, casi como un último recurso. Así se canta por soleá en Triana: «Si no fuera por mi hermano/me hubiera muerto de hambre./Nunca le faltó a mi hermano/cachito de pan que darme». Y las semblanzas, como a menudo ocurre, llegan a posteriori. Todo es sombra en la garganta de Pepe de Lucía cuando clama por Paco. Lo mismo pasa con la del Pijote, hermano de Camarón, que evoca a gritos al desaparecido genio de su casa. Ezequiel Benítez, un joven cantaor jerezano de rostro aniñado y fondo remoto, le dedica al suyo una pieza de enorme ternura. Sencilla, con letra directa y afán popular: «Sin ti me encuentro tan solo/sin ti me cuesta caminar/y te canto esta milonga/porque cantarte es amar».
El Cabrero y los lobos
Para romper la fórmula siempre estuvo Fernanda de Utrera con un piropo entre los dientes: «Tengo una gran fantasía/como mi hermana Bernanda/nadie cantará en la vida». Al Chocolate, por su parte, lo llamó su hermano por malagueñas a las dos de la mañana para anunciar el fallecimiento de su madre, igual que a Manolo Vargas, en ese mismo estilo de Enrique El Mellizo. Más negrura. Desdicha a raudales. Agujetas, por bulerías, se encontró en la mala vida con su hermana, a quien no reconoció en un principio. Y El Cabrero, por fandangos, se traslada al mundo de los canes para recordarnos la vileza que habita en este hórrido planeta: los lobos devoran a sus semejantes cuando están heridos. De pronto todo está mal cuando aparece la palabra. Alguien va a morir o está muerto. Lo negativo inunda los caños del pentagrama. La vida gime desde una llamarada. Se produce la deflagración y después se agota.
Los hermanos son también reflejos de lo que queremos ser, proyecciones de nuestro anhelo: «Mi Amparo, la rosa./Mi Curro, el clavel./El espejo donde yo me miro,/mi hermano Manuel», dice la seguirilla. Pero en la música jonda son ayeos, más que caricias. Días callados frente a una televisión. Gestos que a menudo suplen el verbo. Muerte o nada. Y, ay, querido hermano, que habiendo querido tanto no lo hayamos confesado… Que la sangre compartida no se junte para hablarse, ay. Que un montón de letras paladeaban el amor y ninguna era para ti. O no llegó a tiempo.
