Ni la oratoria de José Martí escapó de los envidiosos
Ese sentimiento gris que corroe el alma del que lo siente, la envidia, y que daña más al victimario que a la víctima, estuvo presente ante los discursos de José Martí, robustecedores de la lucha por la libertad de Cuba. Palabras que el orador llevó a los hechos. Antes y después, por su contenido y su forma, sembraron y fertilizaron las almas, rescataron lo mejor de ellas, al convencer, unir, cultivar. A uno le parece increíble. El Apóstol, sin embargo, sufrió embates de este tipo.
Esa mediocridad hiriente no apareció solo debido a sus frases; también hubo quienes no comprendieron, hablaron mal y hasta obstaculizaron posiciones y acciones del organizador de la Guerra Necesaria. Ese mal sentimiento laceraba a algunos.
No debemos asombrarnos. Él lo había expresado: «Todo aquel que lleva luz se queda solo…».
En estas líneas enfatizaré en lo acaecido en la tierra guatemalteca, donde alguien enfermó de celos ante el quehacer como tribuno de quien fue apodado Doctor Torrente allí, mientras cautivaba al auditorio, y no solo de este país, al que le llegaba más allá del entendimiento, al estremecerlo, llenarlo de ternura y combatividad.
Era capaz de persuadir al confundido, levantar al pesimista, alzar al culpable sobre la propia culpa hecha destrozos, y hasta lograba que el exenemigo contribuyera con dinero para la causa. ¿Acaso, en una conversación personal, espacio en el que también era efectivo, no convirtió en mambí de la nueva etapa al equivocado que lo envenenó? Pero ese será tema para otro escrito. Ahora citaré la opinión de diversas personalidades sobre aquel torrente salvador.
Manuel de la Cruz lo consignó: «… tono gemebundo y dicción clara y esmerada, propia del que habla para grabar la palabra en la mente y el corazón. Breve, sobria, doliente, la elegía, serena y cadenciosa, fluía tranquila y fácil como el llanto. De vez en cuando un arranque tribunicio ponía alas al período y revoloteaba alto, como águila que parece que va a posarse en el sol». Rubén Darío lo calificó así: «Su palabra suave y delicada en el trato familiar cambiaba su raso y blandura en la tribuna, por los violentos cobres oratorios… Arrastraba multitudes».
Enrique José Varona expresaría: «…sus palabras sonoras, en tropel de imágenes deslumbrantes, parecían elevarse en espiras interminables y poblar el espacio de fantasmas de luz». Vargas Vila señaló: «Su acento pasa por sobre las multitudes como un grande y generoso soplo, venido del océano inmenso, del campo libre, lleno de aromas, respirando vida. Él murmura al oído del emigrado, del vencido, del enfermo, la mágica palabra: esperanza…».
Federico Henríquez y Carvajal lo definió magistralmente: «Martí era el verbo de la Revolución en esta jornada decisiva por la independencia de Cuba. Y el verbo se hizo hombre; y el hombre fue soldado; y el soldado, héroe; y el héroe, mártir augusto».
Voy al resentimiento de marras. Lo revela Gonzalo de Quesada Miranda en un texto periodístico que después subtitulado Un dolor ajeno integró su libro Facetas de Martí: «… en los apuntes íntimos de Martí queda el dato revelador de su alma noble y generosa, pronta a dolerse de la más leve envidia que él podría causarle con sus triunfos a otro ser humano».
Las palabras incendian, llegan a lo más hondo, se fijan, al tejer ideas esenciales con la belleza: la poética, puente del pensamiento; la estética, ruta de la ética… Los asistentes de tan conmovidos conmueven al conferenciante, vigorizan su decir. «Hasta que sus ojos caen sobre un hombre visiblemente disgustado por los aplausos que se le tributan (al orador), alterándose dolorosamente el ánimo de Martí al percibir que sus éxitos pueden hacerle a alguien padecer…».
Martí escribe acerca del suceso: «Y como desde la tribuna vi a un extraño que sufría con el éxito de mis palabras me afligí de manera y me conturbó su pena de tal modo, que estuve a punto de acabar balbuceando mi discurso. Ya interrumpido por esta nota discordante, y para mi alma muy hiriente, el concierto de amor que necesito, sentí que mis palabras no corrían con su habitual facilidad, ni mis ideas, apenadas por aquella pesadumbre, podían volar a sus mansiones altas».
Entristecido, respondía dentro de él con su enorme bondad, apenado por el pobre hombre quebrantado por esa pasión insana que desune, golpea, enajena, y a quien más desgarra es al propio envidioso. (Tomado de Cubaperiodistas)