Nació con ese don. Como unos nacen para pintar, cantar, hacer números o cómodas de caoba estilo imperio. Vino así de fábrica. Con muchos kilos de empatía y una facultad innata para hacer de una maldad venial una broma amistosa. Eso le pasó cierta vez en la escalera de La Reja, aquella discoteca a espaldas de La Campana, donde llegaron los guripas avisados por el desconcierto de la madrugada y desde la misma escalera, amparado tras uno de los amigos, le quito la gorra a un localia con una varita de bambú, como si fuera el príncipe gitano. Abelardo no solo no consiguió endemoniar al policía, sino que acabó brindando con él por una noche menos ruidosa. Este hombre pasa...
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