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Январь
2024

Palabras

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Palabras

Que la lengua actúa sobre la realidad, sobre el pensamiento y la mentalidad de las personas de cada época es algo que todos sabemos, aunque a veces prefiramos no darle mucha importancia. Me parece muy necesario que vayamos evolucionando y haciendo evolucionar las palabras con las que nos comunicamos para ir mejorando la convivencia social. Es una gran cosa que los dos grandes partidos políticos de nuestro país se hayan puesto de acuerdo en reformular el artículo 49 de la Constitución para cambiar “disminuidos” por “personas con discapacidad” y espero que ayude a la concienciación y, sobre todo, a que la cosa no se quede simplemente en sustituir una palabra por otra, sino que también la realidad, el trato y la adecuación de los espacios públicos vayan progresando.

Pensar en palabras, en cómo nombramos el mundo, me ha llevado a considerar un término que ya me resultó preocupante cuando –hace un par de meses– estaba en boca de todo el mundo y ahora parece que se ha establecido. Al referirnos a relaciones sexuales –en la resbaladiza pendiente de la violación frente al deseo mutuo– hemos dado con el término “consentir”, “consentimiento” y a mí eso me parece curiosamente definitorio de una sociedad machista en la que seguimos aferrados –por mucho que nos las demos de modernos– a esa mentalidad antigua de que el hombre pide, exige, desea, intenta… y la mujer, si acaso, “consiente”. Es decir, que, aunque parezca que vamos progresando –y en las leyes el progreso sí resulta evidente– en la mentalidad seguimos igual, porque según el diccionario de la Real Academia, “consentir” es: “permitir algo, condescender a que se haga” y en su sexta acepción (dejando aparte otras como “malcriar a la prole” o “acatar una resolución judicial o administrativa sin interponer contra ella los recursos disponibles”) significa: “soportar, tolerar algo, resistirlo”.

¿Es eso lo que queremos que hagan las mujeres en una relación sexual? ¿Que soporten, que toleren, que lo resistan? ¿Qué “consientan”? Aunque hayan pasado unas décadas, eso suena exactamente a lo que decían los chicos en mi adolescencia: “una chica que se deje”, lo que hace evidente que, en mentalidad, no hemos progresado mucho. No se trataba o se trata de que la mujer lo desee, lo inicie, lo consensúe con su pareja. Lo importante es que no se resista, que se deje hacer, y, una vez “consentida”, esa relación sexual ya no es delictiva. ¿No sería mejor “sexo consensuado” que “sexo consentido”? A mí me parece evidente que sí, pero también me parece evidente que reflexionamos poco sobre las palabras que usamos, de dónde proceden, qué dicen de nosotros, qué significan realmente.

Si seguimos usando “consentimiento” estamos manteniendo la visión tradicional de que la mujer es el sujeto pasivo de una acción que no desea, pero que acepta, que tolera (es decir, que, volviendo al diccionario, “lleva con paciencia” o “permite algo que no tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente”).

O sea, que, si consiente, es que no le parece realmente bien, pero se deja, que está dispuesta a tolerar la acción por las razones que sean. 

Y eso nos lleva derechos a la palabra “tolerancia” que, a mi entender, deberíamos sustituir por “respeto”, ya que tolerar se relaciona más con la paciencia que con el intento de comprender y aceptar un comportamiento ajeno que no aprobamos o compartimos. Además de que, al menos para mi forma de oír, quien tolera se siente superior al tolerado –porque está en una posición legal objetivamente superior en la jerarquía o porque considera que, por cualquier otra razón, es, de hecho, superior– y, por tanto, esa tolerancia tiene un regusto de clasismo muy desagradable. Son los señores quienes toleran –porque son personas comprensivas y encantadora– que la sirvienta salga un rato el domingo por la tarde; no es la sirvienta quien tolera que los señores quieran tomar café y tostadas a las seis de la mañana; esa tolerancia no está en sus atribuciones.

Con todo esto no quiero expresar que ya no podemos decir nada sin que alguien se ofenda por algo. No estoy hablando de ofenderse por la elección de palabra de unos y otros. Solo trato de exponer que las palabras dan forma al mundo, crean la realidad y, que, por otro lado, las palabras que elegimos y el uso que les damos muestran cómo pensamos, qué clase de personas somos, en qué sociedad hemos crecido, qué es lo que nos parece “normal” y lo que nos llama la atención por nuevo o por distinto a lo que teníamos costumbre de oír.

Siempre me ha hecho mucha gracia, por poner un ejemplo, que usemos el mismo verbo para dos realidades tan distintas como la enfermedad y el matrimonio: “contraer”. ¿Se puede inferir de ello que nuestra cultura considera que el matrimonio es un peligro para la salud o es al revés, que al contraer una enfermedad nos amarramos a ella hasta que la muerte nos separe?

No estoy a favor de cambiar las palabras que usamos por razones de lo que se ha dado en llamar “corrección política”; eso me parece censura del pensamiento y el peor de los caminos para la convivencia. Los seres humanos tenemos una extraordinaria facilidad e inventiva para insultar a nuestros congéneres y, en el mismo momento de prohibir o repudiar una palabra que puede ofender a un colectivo, surge otra –nueva o antigua– que es, por lo menos, tan insultante como la anterior.

Igual que los eufemismos que, habiendo sido inventados para que resultaran menos fuertes, acaban siendo peores que el original. En todas las películas estadounidenses los padres y madres se pelan la lengua para impedir que sus criaturas digan “fuck” –que es una de esas horribles “palabras de cuatro letras” de las que hay que mantener alejada a la prole– sin darse cuenta de que, en origen, se trataba de un eufemismo para referirse a una relación sexual ilícita, con frecuencia no consensuada, es decir, una violación, y, para no ofender los castos oídos de las personas relacionadas con el proceso, la acusación “fornication under carnal knowledge” quedó reducida a sus siglas, a la mucho más cómoda “fuck” que en aquella época no era ofensiva para nadie, sino todo lo contrario.

En resumen, lo que yo me planteo es crear un poco de conciencia sobre el hecho de que las palabras que usamos definen nuestra manera de pensar y nuestras relaciones con las personas, las cosas, las acciones. A veces nuestro idioma resuelve esto con los registros lingüísticos, pero en muchas ocasiones no pensamos demasiado en cómo formular lo que queremos decir y no nos damos cuenta de que nuestra elección de vocabulario está diciendo mucho de nosotros. Nadie diría, al perder a un ser querido, que “ha estirado la pata”. Para eso tenemos “fallecer”, “morir”, “faltar”, “pasar a mejor vida”… y muchas más, dependiendo de qué relación tengamos nosotros con la idea de la trascendencia y de cuál era nuestra relación con la persona difunta. Todos sabemos también que hay diferencias entre usar “follar”, “hacer el amor”, “echar un polvo”, “tener sexo” (esta es de las más nuevas y a mí, personalmente, me suena a plástico). Las palabras no son inocentes, llevan un mundo dentro, cada una de ellas, crean ecos y asociaciones en la mente de quien las recibe, son nuestro instrumento más poderoso tanto para bien como para mal. Y, además, nos retratan, nos exponen a los ojos de los demás, tanto individual como colectivamente.




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