Las historias de Brahim, Anwar, Asraf...: «Cuando estaba en la calle, a mis padres les decía que todo iba bien»
Isabel Pérez, de 80 años, se sienta en un despachito enfrente de Brahim Bourhomi, de 25. Se conocieron en otoño: ella buscaba un ayudante para pintar su piso y hacía apenas unos meses que él dormía en una pensión nueva para el barrio. Isabel llamó a ese centro para preguntar por «un muchacho que sepa pintar». El primer día, Brahim se presentó puntual y, la segunda mañana, tomó la iniciativa sin las directrices del pintor. —Él no es el maestro; yo soy el maestro —confiesa con una sonrisa. —¿Ah, sí? —exclama Isabel, y Brahim se ríe y agacha la cabeza, fingiendo estar avergonzado—. ¡No fastidies! —añade, y le revuelve el pelo con cariño. —Yo quiero que estés tú bien —dice Brahim, tomando sus manos. —Es que el bien vuestro es mi bien, y mi bien es vuestro bien. —Pero tú primero —insiste Brahim. —Bueno, que tenemos que dar clases de árabe, ¿eh? Entre los dos ha brotado una relación intergeneracional e intercultural que «rompe los esquemas», asegura Alberto González, trabajador social y coordinador adjunto del centro que acoge a Brahim. Es un programa que el Ayuntamiento de Madrid estrenó en diciembre de 2022 para dar una oportunidad a los jóvenes que están en la calle. Según los últimos datos municipales, hay un promedio de 1.032 personas sin hogar en la capital. Un 16,3% son jóvenes, menores de 35 años, y un 5,6% lo son aún más, los que tienen entre 18 y 25 años, los que están a tiempo de sortear el deterioro a la intemperie. 'A tiempo', así se llama el nuevo recurso de la concejalía de Políticas Sociales, Familia e Igualdad. Brahim llama a Isabel «abuela». La octogenaria es una vecina del barrio de toda la vida y, en cuanto se instaló la nueva pensión, llamó para informarse y entender por qué estaban ahí. Los responsables del programa aseguran que es un referente, un apoyo clave, un símbolo de integración. Isabel busca trabajitos para los chicos en los comercios del barrio, mientras Brahim la ayuda habitualmente en sus recados. El joven argelino tiene las manos ásperas, duras, y quiere volver a ser mecánico. Hace poco más de un año se subió a una patera y, tras 24 horas a merced de las olas, pisó España. —Sé que no lo quieres recordar... ¿Viste la muerte de cerca? —le pregunta Isabel, que ya conoce la historia. —Sí. Isabel Pérez, de 80 años, junto a Brahim Bourhomi, de 25, en el comedor de la pensión GUILLERMO NAVARRO Aunque tenía 24 años, Brahim fue identificado como menor y enviado a un centro de Zaragoza durante dos meses. Después Barcelona, San Martín de la Vega y Madrid. Salvo algunos empleos esporádicos y en negro que le proporcionaban un techo, estaba desamparado. «Estuve viviendo en la calle y sufriendo mucho», resume. La manutención de sus padres y cinco hermanos justifica su marcha de Argel: «Hablo con mis padres cada 15 o 20 días, siempre digo que todo bien. Al mismo tiempo que estaba viviendo en la calle les decía que bien, todo bien». Brahim está a punto de tener los papeles en orden, saltar al mercado laboral y pagar un alquiler. —Ahora tengo miedo —musita. —¿De salir y que salgan las cosas mal? —En el colegio nos sentamos a escuchar al profesor para luego preparar el examen, pero la vida es al revés, la vida llega directamente como el examen. Por eso. Hay 14 profesionales para las cuarenta plazas del programa 'A tiempo': trabajadores sociales, educadores, mediadores culturales, psicólogos... Desde diciembre de 2022 han pasado por aquí 66 jóvenes, 55 chicos y once chicas, de trece nacionalidades. El perfil más común: marroquí, solo, entre 19 y 21 años. Ellas, la mayoría latinoamericanas, cargan con un pasado más complicado y violento. Pero la meta es la misma: formarse, encontrar trabajo y lograr la autonomía. El equipo municipal se sentó para redactar la memoria del primer año y, en ese momento, tecleando cifras y conclusiones, descubrieron los resultados. Los 66 jóvenes atendidos tienen (o casi) los papeles en regla. Todos han participado en acciones formativas —en total, 72 cursos—, 23 de ellos han conseguido empleo —el 58% de las chicas— y cuatro se han independizado. Anwar Chrayh, de 25 años, en su habitación de la pensión municipal GUILLERMO NAVARRO Estos jóvenes, ese 5,6% de personas en la calle, necesitan un abordaje específico: ni son menores tutelados por la Comunidad de Madrid, ni las personas con una larga trayectoria de sinhogarismo y adicciones que llenan los albergues . «Ellos no se sienten identificados como personas sin hogar», puntualiza la jefa de Prevención del Sinhogarismo y Atención a Personas Sin Hogar del ayuntamiento, Yolanda García. Muchos son exmenas —el nuevo acrónimo es NNAMNA (Niños, Niñas y Adolescentes Migrantes No Acompañados)—. «Salen del sistema de protección sin nada, con un año de documentación. Dime tú, un chico de 18 años en la calle, al final, eso te lleva a delinquir, consumir...», sostiene Alberto González. Cuando llegan a la pensión municipal, el primer paso es arreglar sus documentos, desde el DNI del país de origen o el pasaporte, hasta un NIE con permiso de trabajo o la nacionalidad (en pocos casos). «Es un proceso de años, sin tener en cuenta los delitos que puedan tener, absurdos muchos de ellos: tengo frío, robo unos guantes, dos años de cárcel o no sé cuántas multas. Y el no tener documentación te impide acceder a formación reglada, no puedes inscribirte en el Servicio Nacional de Empleo», desgrana el coordinador adjunto. Niños trabajadores Anwar Chrayh llegó a Madrid con 24 años y, tras una temporada en el centro de primera acogida de Casa de Campo , aguantó un mes en la calle. Tenía móvil para comunicarse con su familia, que vive en Tetuán, pero tampoco era sincero: «Por mi madre, no quiero que se preocupe...». Lo peor era el «frío», «no comer». «Prefiero no pensar en ese mes», zanja. Anwar tiene experiencia como carpintero y soldador y en el último año ha aprovechado el programa municipal para estudiar cursos de carpintería. La estancia de Anwar terminó unos días después de la entrevista; el 25 de enero se marchó a un piso público. En el despachito dice que no tiene amigos: «He tenido malas experiencias, ya no confío». Objetivos, sí. A corto plazo, trabajar y buscar alquiler. A largo plazo, que sus cuatro hermanos puedan abrir pequeños negocios en Tetuán, que sus padres —él sudó en la construcción hasta los 77 años; ella es ama de casa— no tengan que preocuparse por nada. Y un tercero, dejar de fumar marihuana antes de dormir: «Cuando fumo porros, la cabeza se calma, ¿sabes? Me había desintoxicado, pero ahora estoy fumando, no mucho... Cuando coja los papeles, ya fumar se acaba. Tengo la necesidad de trabajar por mis padres». «En Marruecos no hay diferencia entre pequeño y mayor, ahí te pones a trabajar» Asraf Zaabit 19 años Uno de los más pequeños, Asraf Zaabit, desembarcó de una patera en Cartagena, apenas un adolescente buscándose la vida y esquivando a los policías. Fueron cuatro meses en la calle, hasta que lo mandaron a los centros de acogida madrileños y, finalmente, a este edificio de dos plantas, junto a un colegio y comercios de barrio, al noreste de la capital. Nació en Alhucemas hace 19 años, donde trabajó en el campo. «En Marruecos no hay diferencia entre pequeño y mayor, ahí te pones a trabajar», afirma. Mohamed Ali El Hayek, un educador social ceutí, ayuda con la traducción. Ha notado cambios en Asraf, a quien conoció como un niño que no se estaba quieto. «Ahora está mejor, más tranquilo, mas maduro», asevera. «Sí, tienes razón», coincide Asraf, bromeando. Quiere ser jardinero. El viaje psicológico El Hayek profundiza en lo que ellos callan, porque media hora es muy poco tiempo para compartir una vida. «Vienen de las afueras de las ciudades, de aldeas muy vulnerables, de familias que viven al día. Por problemas económicos estos chicos no han tenido una infancia como cualquier otro niño aquí en Europa», explica el educador. Esas situaciones precarias los obligan a cobrar miserias en la economía sumergida de sus países para intentar sostener a sus padres y hermanos. No pueden y parten al norte. «Cuando vienen a España piensan que todo va a fluir bien, pero se encuentran con ese proceso de integración y con el mundo burocrático. Por eso es muy importante trabajar con ellos habilidades sociales como la paciencia, la motivación, evitar el estrés...», señala El Hayek. Una pizarra en la pensión del Ayuntamiento de Madrid para trabajar la salud mental de los jóvenes GUILLERMO NAVARRO Lo primero que intenta la psicóloga, Beatriz Ramiro, es que narren su historia: «Al principio es complicado una sesión como tal. Me dicen: «Yo no tengo un problema, no estoy loco»». Aun así, poco a poco, hablan de su viaje migratorio y de sus familias, «su alegría», y con esa información se repara su autoestima. «Es muy importante el refuerzo positivo. Han tenido una trayectoria que no es nada fácil y ahora se están formando en algo que les interesa, se levantan pronto... Hay que recordárselo, porque ellos no ven ese avance, piensan que están siempre en el mismo punto», destaca la coordinadora del programa, María Núñez. Aimon Damoun se marchó de Castillejos con nueve años y vagabundeó por Ceuta hasta los 17, cuando viajó a un centro de menores en Galicia. A las puertas de incorporarse a la rueda laboral, se resbaló una tarde en el baño y se cortó los tendones de la mano; una gruesa cicatriz cruza su palma izquierda, dormida, azulada cuando hace frío. «He pasado momentos muy raros, sí. Gracias a Dios, ahora estoy mejor. Aquí estoy estudiando, estoy aprovechando el tiempo», comenta. Prepara los exámenes de la ESO y juega al baloncesto, aunque ya sabe que se dedicará al sector del aluminio. MÁS INFORMACIÓN noticia No Sobrevivir al infierno de la trata en Madrid: «Me estaba prostituyendo y casi no era consciente» Trabajo, trabajo y trabajo. Es lo que único que ocupa sus cabezas, el motivo por el que han cruzado kilómetros de mar y acumulado noches al raso lejos de un hogar al que solo planean volver por vacaciones. Por eso muchos perciben este programa como una pausa, en lugar de lo que realmente aspira a ser. Su trampolín.