Ojos

La víspera del Miércoles de Ceniza, mientras la Mayordomía de mi hermandad preparaba el altar de cultos del quinario , entró una familia en la Basílica de San Pedro. Eran cinco: padre, madre, dos hijos −chico y chica− y abuela. Se sentaron en la primera fila, salvo la madre que, arrodillada, tenía juntas y apretadas las manos y, con ojos brillantes y vidriosos, miraba fijamente al Crucificado . Estaba componiendo, sin saberlo, un rostro de Dolorosa que haría saltar la inspiración de cualquier imaginero. Pensé que era buena idea entregarles unas estampas de los titulares. Se las di. Empecé a hablar con el padre. Me dijo que eran de un pueblo de nuestra provincia y que le tenían mucha devoción al Cristo de la Misericordia . «Siempre que venimos a Córdoba nos acercamos, siempre venimos a pedir», afirmó antes de interrumpir sus palabras, porque el buen hombre se «rompió» y empezó a llorar desconsoladamente. Vi más prudente retirarme. Antes de salir de la iglesia pasaron por la capilla del Sagrario y, después de rezar unos minutos, se acercaron a darme las gracias, aunque no sé por qué. Les dije que, si iban a estar en Córdoba un día después, podrían venir a la misa del quinario. «Estaremos, pero no vendremos», respondió la madre con los ojos aún vidriosos. «Mañana operan a mi hija. Confiamos en la Misericordia del Señor.» La chica me miró con la inocente dulzura de una niña que camina hacia la adolescencia. Desde el Miércoles de Ceniza hasta el domingo, la imagen del Cristo de la Misericordia presidió el quinario. Pero, al mismo tiempo −es lo que tiene ser omnipotente− estuvo, no me queda la menor duda, en la consulta de algún médico , en alguna sala de diagnóstico y, por supuesto, en la cabecera de los dormitorios de esa familia. Naturalmente, se pueden imaginar cuál fue la intención especialísima que he puesto en el quinario a los pies de mi titular. Los cofrades, a veces, nos preocupamos mucho por altares espectaculares, palios abigarrados, izquierdazos inverosímiles o flecos de bellota en mal estado , pero no sabemos −ni tenemos por qué− la de cosas que hace Dios a través de las imágenes que veneramos. La víspera del Miércoles de Ceniza, Dios fue servido de mostrármelo en los ojos de esa mujer que, ante «mi» Cristo componía, sin saberlo ni quererlo, un rostro de Dolorosa que haría saltar la inspiración de cualquier imaginero.