Farsa y tragedia del Brexit
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La muerte de veintisiete inmigrantes, a finales del pasado noviembre, cuando trataban de alcanzar las costas británicas a bordo de un bote hinchable puso de manifiesto la magnitud de una tragedia y las crecientes dimensiones de un flujo migratorio que las autoridades londinenses no han tenido más remedio que reconocer. Según el Ministerio del Interior británico, 28.395 inmigrantes cruzaron el canal de la Mancha el año pasado, cifra que triplica los registros del año anterior. La Organización Mundial de Migraciones se encarga, por su parte, de contabilizar las víctimas de esa travesía: 44 muertos a lo largo de 2021, seis veces más que en 2020. Por último, los rescatados en las peligrosas aguas del canal rozaron los 8.000, con un crecimiento igualmente exponencial de esta variable. Lo que los apologistas del Brexit presentaron en 2016 como una garantía para cerrar las fronteras a la inmigración y aumentar el bienestar de los británicos, a través de eslóganes que rozaban el umbral de la xenofobia, se ha revelado como una trampa, para los propios ciudadanos británicos que votaron a favor de aquella encerrona demagógica y, más aún, para los miles de inmigrantes que esperan en la costa francesa su oportunidad para dar el salto a las islas. Paradójicamente, en un Reino Unido que no supo entender la globalización, hay más inmigración ilegal que antes del Brexit.
No está Boris Johnson en su mejor momento para dar explicaciones al pueblo británico sobre la realidad fronteriza que trató de tergiversar con su propuesta antieuropea. Los escándalos se suceden en el 10 de Downing Street, cuyo huésped trata de sobrevivir estos días a las filtraciones que destapan su hipocresía, bañada en vino y alcohol destilado, durante el encierro al que sometió a los ciudadanos británicos. La economía nacional se resiente como consecuencia del Covid, la frontera de Irlanda permanece entreabierta para evitar males mayores y el primer ministro se agarra a su cargo ante una indignación general que no deja de aumentar. Los inmigrantes que por miles llegan a las costas británicas, en segundo plano, son de momento el único y triste logro que Londres puede mostrar de su autolesiva campaña de separación.