La eterna adolescencia
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El político es el único ser humano que vive perennemente en la pubertad, que se pasa las tardes muertas atusándose los pocos pelos que le nacen por bigote. El político es un adolescente al que hay que soportar cuando se pone de campaña que son esos días donde no se aguantan ni ellos. Y todo, porque a la postre, son nuestros políticos, los hijos pesados que nos tocaron… Cada español toca a un tanto por ciento de político al que aguantar igual que tiene otras obligaciones con el Estado. Se tiene un político como se tenía hace años un ‘Tamagotchi’, como un entretenimiento del que uno se acuerda el día que lo elige y el día que se le muere, entre tanto es más bien aburrido, pide de comer, y no da para más.
Un político en campaña es como un adolescente en celo: se ducha más de lo normal, se atusa mucho el pelo, se mira al espejo más que de costumbre, se viste, se desviste, se vuelve a vestir… Y todo para probar estilos, que es lo que hace Mañueco cuando va a una granja y se pone bata blanca –como si en vez de a presidente de la Junta de Castilla y León aspirase a la presidencia del colegio de veterinarios–. O Pedro Sánchez con el traje, que le queda como a mi hermano al pedírselo a mi padre para salir en Nochevieja.
Un adolescente y un político –y no es un chiste, aunque podría ser el principio de alguno estupendo– se parecen en que harían cualquier cosa por ligar y ni uno ni el otro tiene ni idea de como hacerlo. Por eso la campaña electoral es como una cita desastrosa. Escuchar a un político en un mitin, en la mayoría de los casos, es como ver a una pareja metiéndose mano en los bancos del parque: una estampa incómoda. Sobre todo si se tiene en cuenta que el político, que no hace otra cosa que regalarse los oídos a sí mismo, más que a meterle mano a nadie se dedica al onanismo electoral.
La próxima camada de políticos los deberíamos escoger creciditos, que no les den criados ya para que no se meen en todas las esquinas. Un político en campaña es el único ser vivo al que se debería poder abandonar legalmente en una gasolinera para que, mientras vuelve a casa a pie, le diese por pensar en la tabarra que nos está dando.