Fortalecer, no destruir
La reforma electoral solo sería posible si se restablecen las vías de la negociación política y se arriba a acuerdos por consenso con una visión incluyente.
IFE e INE surgieron del esfuerzo colectivo de mujeres y hombres que lograron construir acuerdos políticos en lo fundamental para darles expresión legal y generar condiciones para que la ciudadanía organice las elecciones y no sean los gobiernos en turno ni sus partidos quienes las controlen. Seis reformas electorales sucesivas establecieron y depuraron mecanismos para erradicar prácticas abusivas del fraude electoral, crearon instituciones sólidas, autónomas e imparciales que dan a conocer los resultados con pulcritud y revisan el apego a la legalidad de los comicios.
Son las y los ciudadanos quienes instalan las casillas, reciben y contabilizan los votos con auténtica convicción cívica, integran los consejos distritales y locales del INE, observan el desahogo de los procesos electorales y representan a partidos en todas las instancias electorales, cada uno cumpliendo su rol con apego a una saludable institucionalidad democrática. El INE y el Tribunal son producto de más de tres décadas de ajustes y reformas sucesivas que progresivamente los mejoraron y adaptaron a las exigencias de la realidad.
Las instituciones y las reglas pueden y deben actualizarse periódicamente para mejorarlas y corregir sus deficiencias o atender los nuevos retos que impone la competencia electoral. Una reforma es un mecanismo para fortalecer el diseño y funcionamiento de la democracia, no para destruirla, para evitar visiones autoritarias o efectos regresivos. La iniciativa del presidente incluye aspectos importantes como la incorporación del voto electrónico que hoy, por el volumen de elecciones y consultas, es un imperativo y quizá la única propuesta que racionalmente generaría ahorros.
En su conjunto, la iniciativa propone un rediseño del sistema, le regresa control al gobierno y su partido, replantea la naturaleza de las autoridades electorales, centraliza las funciones, pero también la conflictualidad electoral, y propone mecanismos que partidizan la elección de consejeros y magistrados: si el presidente en turno presenta veinte aspirantes y el Poder Legislativo lo mismo, es mayoría de Morena y al someterlos a las urnas, los funcionarios de tareas técnicas, especializadas, se asimilarían a jugadores en la contienda cuando son los árbitros que deben aplicar imparcialmente las reglas.
Cambiar el modelo de representación mixto, sustituyéndolo por uno de supuesta representación proporcional pura, sujeta a listas por estados, le daría ventajas al partido gobernante y generaría un esquema de sobrerrepresentación que eliminaría la pluralidad de los congresos; aunado a la desaparición del financiamiento ordinario de los partidos, la democracia actual regresaría a la época del partido único que impondría una visión monocolor y decisiones sin contrapesos.
Otra vez la posibilidad de la reforma está en la órbita de la oposición que ya apareció en la deliberación de la fallida reforma eléctrica. El entorno no es propicio para Morena –¿cómo negociarán sus líderes parlamentarios después del ‘paredón pacífico’ de fusilamiento, de la campaña de traidores a la patria?–, que en el discurso eliminó lo que en democracia son adversarios y los convirtió en enemigos anulando las vías del diálogo. Ellos y el mismo presidente saben que generaron condiciones adversas, más aún si la decisión es no cambiar ni una coma del dictamen.
La reforma electoral solo sería posible si se restablecen las vías de la negociación política y se arriba a acuerdos por consenso con una visión incluyente, si no quedará claro que lo menos importante son las reformas y que el objetivo principal es generar narrativas favorables para el 2024, aniquilando a la oposición.