Vivimos en un narcoestado
El narcotráfico es el elefante en la habitación del gobierno de López Obrador. Hacemos como si no estuviera ahí, como si no hubiéramos visto que el presidente ordenó liberar a un narco en Culiacán, como si los narcos no hubieran ayudado a ganar a varios gobernadores en las elecciones de 2021, como si fuera normal que los narcotraficantes ataquen instalaciones militares, secuestren a oficiales y los hagan huir delante de todos. Hacemos como si esto no hubiera pasado. Como si esto no importara. Y por supuesto que importa.
Como en tantas cosas, la idea que el presidente tiene sobre el narco se forjó en los años setenta. En esa década López Obrador modeló sus ideas y poco han cambiado desde entonces. El narcotráfico en ese entonces era tutelado por el Estado, quien le impuso ciertas reglas: no masacres en centros urbanos, no fomentar ciertas drogas en niños y adolescentes, respetar los territorios que el gobierno había asignado a cada grupo, etcétera. Se pensaba como una operación patriótica: si los gringos quieren drogarse, que lo hagan, los mexicanos no nos vamos a matar para impedirlo. Todo esto, claro, a cambio de entregas regulares de dinero que el gobierno usaba para financiar sus campañas políticas.
El problema es que el mundo cambió mientras que López Obrador se quedó mentalmente atrapado en esa década.
Todo comenzó a modificarse con el secuestro y muerte del agente de la DEA Enrique Camarena en 1985. Como consecuencia de esto, aprehendieron a Rafael Caro Quintero y, más importante aún, a Miguel Ángel Félix Gallardo en 1989. Félix Gallardo fungía hasta entonces como el capo de todos los capos, era quien llevaba la relación con el gobierno a su más alto nivel. Salinas de Gortari, con la vista puesta en la aprobación del TLC, no tuvo más remedio que traicionarlo y encerrarlo en Almoloya. Las bandas se dispersaron y se multiplicaron. Se dice que Raúl Salinas de Gortari, frente a ese caos, quiso sacar partido: el gobierno ya no sólo toleraría a los grupos de narcotraficantes a cambio de dinero, ahora sería socio de las organizaciones criminales. Con la frontera mucho más porosa que nunca a raíz del acuerdo de libre comercio, la situación sería perfecta: la familia presidencial tendría dinero y poder, dominio legal sobre el Ejército y dominio ilegal sobre los grupos de narcotraficantes.
La historia es de todos conocida. Carlos Salinas cayó en desgracia y a Raúl lo pusieron a barrer pisos en prisión. Las bandas comenzaron a hacer y deshacer sin control alguno. No debían ya obediencia al Estado. Más aún: comenzaron a tener control sobre él. El ejemplo perfecto: el Zar de las drogas bajo el gobierno de Ernesto Zedillo, el general Gutiérrez Rebollo, trabajaba en realidad para uno de los bandos. Desde entonces, asistimos a una masacre que parece no tener fin. Grupos enfrentados entre sí en busca del control de las plazas, desde las que controlan los accesos a la frontera, que es realmente lo que les interesa.
Para legitimar su cuestionada Presidencia, Calderón metió al Ejército en medio de esa sanguinaria guerra intestina, con resultados desastrosos, en gran parte porque su gobierno decidió tomar partido a favor de uno de los grupos en contienda: el secretario de Seguridad Pública hoy reside en una prisión de Estados Unidos.
López Obrador, anclado en los setenta, sueña con volver a concretar la pax narca. Que los narcos trasladen droga a Estados Unidos lo tiene sin cuidado, a él lo que le interesa es disminuir el número de muertos, sin resultados alentadores hasta la fecha. El presidente afirma tener en esto la conciencia limpia: él no recibe dinero. Pero la corrupción no sólo opera con dinero. El narco puede devolver favores a cambio de poder. Por ejemplo, en elecciones competidas puede secuestrar a los operadores políticos de los partidos opositores (como de hecho lo hizo en las elecciones intermedias en Colima, Nayarit, Sinaloa, Sonora y Michoacán.)
A cambio de este tipo de intercambios de poder, ¿qué favores les hace el gobierno a los grupos de narcotraficantes? En primer lugar, dejó de perseguir a las cabezas de los grupos criminales, llegando al extremo de soltar a quien aprehendió por error (como es el caso de Ovidio Guzmán); los decomisos de drogas disminuyeron sensiblemente; se les permite transitar sin problema a la vista de todo el mundo; suspendió o entorpeció hasta donde pudo las acciones de la DEA. Contrariamente a lo que hace con intelectuales y científicos, jamás ha tenido una palabra de condena contra los narcotraficantes. Al contrario, los ha felicitado por “portarse bien”, pide que sean sus mamás las que los llamen al orden, ha puesto mil trabas a la legalización de las drogas, ha mostrado mayor amabilidad hacia la madre de un narcotraficante que hacia la familia Le Barón.
Lamentablemente nos hemos convertido en un narcoestado cuyo fin es acrecentar el poder del presidente. No va a ser nada sencillo salir del pantano en el que estamos metidos.