Se mira, pero no se toca

En España ya no se puede hacer nada. Cualquier cosa interesante está prohibida, proscrita y sancionada. Cada español se ha convertido en un forajido de las ocurrencias de algún político. En un exiliado de la legalidad vigente, que no tiene nada que ver con la ética. Y no lo digo por lo del sexo o la pornografía , que eso se podría resumir en que cada ministro socialista lleva una monja dentro, por mucho que trate de negarlo. Peregrinan a Roma a besarle el anillo del pescador al Santo Padre con fruición mientras marcan mucho los labios para que se les note en la foto. Cualquier día de estos, cuando hayan acabado con todas las chorradas que estaban a su alcance -porque los problemas les vienen grandes- le colgarán un cartel al país donde se lea: «No tocar». Y, el que lo incumpla, auto de fe y a la hoguera con él. Con los que entran en el centro de Madrid con un coche diésel, los que comen carne roja, los que despiden por causa de la subida del coste de la energía para no tener que cerrar la empresa, el que no lleve mascarilla en el tren -mientras en las escaleras de El Corte Inglés no es necesaria-, el que le abra la puerta a una mujer, el que diga que todo lo que hay más allá del Gobierno no es ultraderecha, ni Vox un partido anticonstitucional, ni Pedro Sánchez un líder europeo. Así esta el panorama y yo creyendo que lo único que se salva de esta fiscalización moral y legislativa es la montaña. ¡Ingenuo de mí! Llegamos al Parque Natural de Peñalara, mañana para quemarse la cara durante la ruta. Sorteamos el risco de los Claveles y cuatro horas de ruta después nos sentamos en el césped a comer. Después me eché la siesta. Ahí fue cuando se nos acercó una guarda del parque con un colegueo extraño, un poco boomer, un poco falso: «¿Y de dónde venís? Ah, de Valladolid… Ahí se habla el mejor español y como todo lo hablaba ella no nos dio tiempo a demostrar que en Valladolid somos laístas. Y qué bueno y así. «¿Y os gustan los pajaritos?», nos dijo con voz dulcísima por la que asomaba ya la trampa… «Pues si se comen las migas que caen de vuestros bocatas, no comen insectos y todo esto se va a la mierda porque se desequilibra el ecosistema y vuestros hijos no lo conocerán», nos soltó con un enfado desmedido. Y si además os sentáis, matáis el césped, hombre. A lo que mi amigo Jorge salió por el único lugar que se podía salir educadamente: «Para tener el césped tan cuidado, me lo tenéis lleno de calvas». Nosotros, que nos habíamos sentado a comer, limpísimos, en el sitio en el que menos estorbábamos al resto de los senderistas. Se han vuelto idiotas y los que todavía nos salvamos, que somos muchos, estamos proscritos y rodeados.